El secreto de la felicidad
Llegó una víspera de Semana Santa, hacia las siete de la mañana, después de viajar toda la noche. Hace ya más de tres años de eso. Era tímida. Entró al portal dando pasitos cortos, con la mirada gacha. Vestía una bata roja, cruzada y atada en torno a la cintura, como de señora mayor. La prenda apestaba y le infligía una cierta humillación, así que nos deshicimos de ella allí mismo, arrojándola al cubo de basura, y fuimos a dar un paseo.
Llegó una víspera de Semana Santa, hacia las siete de la mañana, después de viajar toda la noche. Hace ya más de tres años de eso. Era tímida. Entró al portal dando pasitos cortos, con la mirada gacha. Vestía una bata roja, cruzada y atada en torno a la cintura, como de señora mayor. La prenda apestaba y le infligía una cierta humillación, así que nos deshicimos de ella allí mismo, arrojándola al cubo de basura, y fuimos a dar un paseo.
Algunas personas se acercaban a saludar. A mí me daba un poco de vergüenza. No me malinterpretéis, no por ella. Pero lo cierto es que olía mal y alguien podría pensar que era culpa mía. El día era soleado y gélido, y después supe que ella también era friolera. Volvimos a mi casa, que desde entonces sería la suya. Entonces vivíamos en un tercero sin ascensor. Le daban miedo las escaleras y pronto averigüé que también los ascensores.
Tiré de ella como pude hasta nuestro rellano, donde nos esperaba Jorge. Hicimos las presentaciones, le ofrecimos comida y agua, y le enseñamos su cama. Luego, claro, había que pasar por la ducha. Eso le sigue dando miedo.
Angie todavía no sabía que se llamaba Angie, pero le llevó un día aprenderlo. Debía de tener unos cuatro años, pero nunca había estado en una casa. Se resbalaba por el parqué, se hacía pis en la alfombra y mostraba fijación con la basura. La basura había sido su única fuente de alimentación durante mucho tiempo.
Precisamente buscando entre desperdicios la habían encontrado en algún pueblo de Sevilla. El animal era apenas un saco de huesos sin pelo. Pero tuvo la suerte de ir a parar a la Fundación Benjamin Mehnert, donde profesionales y voluntarios realizan un trabajo impagable recogiendo, sanando y buscando familias para estos perros a los que la vida ha tratado mal. Angie tenía el sistema sanguíneo parasitado por filarias (imaginad unos gusanos que gustan de alojarse en el corazón) y padecía leishmaniosis, una enfermedad sin cura y potencialmente mortal que requiere un tratamiento crónico. No sabían si saldría adelante. Pero salió.
La primera vez que la vi fue en una página web que anunciaba los casos de perros dóberman en adopción. Llevaba tiempo queriendo adoptar un perro pero vivíamos en un piso que no era nuestro. Así que Jorge intentó darme largas unos meses. Sus excusas no resultaban muy convincentes, sobre todo porque no haber tenido perro era su gran frustración de la infancia, por fin enmendable. Pero aún intentó ganar algo de tiempo: “Adoptaremos un perro, pero tiene que ser un dóberman”.
La gente no lo sabe, pero hay tantísimos perros abandonados que uno puede encontrar sin dificultad la raza que más le guste de la edad que prefiera. Me costó un clic dar con decenas de candidatos. Y me fui a fijar en la que tenía el aspecto más penoso de todos. Ni siquiera parecía un dóberman, un perro que nos imaginamos siempre atlético e imponente. Angie era una piltrafa flaca y medio calva, pero sus ojos decían que era buena.
Nunca sabremos por qué había acabado así. Quizá la abandonaran por estar enferma o por no servir como perro de guarda o tal vez se escapó. Tiene los dientes y las muelas completamente gastados, como si hubiera mordido una cadena. Sea lo que fuera, todo eso ya da igual.
Tras unas semanas de recuperación, Angie estuvo lista para venir a casa. Y nos la mandaron por SEUR, con su bata roja, para no pasar frío durante el viaje. Aprendió enseguida su nombre y se enamoró a primera vista del sofá. Los primeros juegos en el parque fueron desconcertantes: si levantaba un palo para lanzárselo escondía el hocico como si le fuera a pegar. Pero las vacaciones de Semana Santa pusieron fin a muchos miedos.
Tan pronto como Angie conoció a los otros perros de la familia imitó sus comportamientos. De ellos aprendió a no temer los palos ni el ascensor, a jugar con piñas y pelotas, a bañarse en el río, a perseguir rastros por el monte y un buen número de lo que, para mi perra cobarde, eran verdaderas hazañas. Angie es buena con los demás perros y también con las personas. “Todo depende de cómo la hayas educado”, me dice mucha gente. Pero lo cierto es que nadie la había educado: tenía ojos de buena, y, simplemente, es buena.
Sin embargo, lo que más me gusta de ella es su capacidad para disfrutar de la vida y esa pasión compartida por Retuerta. Todo le parece bien. Exprime al máximo cada paseo, cada excursión. Aunque al día siguiente aparezca anquilosada como un robot. Es algo que supimos después: Angie tiene una artrosis importante, ocasionada por la leishmanionis mientras no estuvo en tratamiento. La ha compensando en gran medida desarrollando una musculatura fuerte, y nada le impide saltar, correr, nadar o trepar montañas. O retozar sobre la alfombra de lana larga o hacerse un ovillo frente a la chimenea.
Todo esto era para deciros que, ahora que se acerca la Navidad y tal vez estéis pensando en regalar una mascota, hay algunas cosas que debéis saber. Hay algo que nos hace mucho más felices que recibir un perro como regalo: es regalar felicidad a un animal que no tiene nada ni a nadie en la vida. No hace falta acudir a una tienda ni a un criador para dar con el perro que hará de tu hogar un lugar mejor. Adoptar un perro te permite valorar todo lo que tenemos y a lo que con frecuencia no damos importancia. Nos traslada una responsabilidad y asumirla nos hace mejores. Hay una felicidad, sin duda, tras el escaparate que muestra un cachorro de labrador como una bola de algodón. Pero hay una felicidad mayor, que galopa por las peñas de Retuerta mandando al diablo a su artrosis y que duerme bajo la manta, sobre el sofá, junto a nosotros, mientras Jorge y yo vemos la última de Narcos.