Todo lo que el presidente Bush dejó atrás
Había una vieja viñeta, publicada por The New Yorker hace ya algunos años, a la que Jimmy Carter -ahora el más veterano de los presidentes de los Estados Unidos, 93 años- le gusta referirse: un niño de corta edad mira a su padre y le dice: “Ya he decidido lo que seré cuando sea mayor: un ex presidente norteamericano”. Con el solemne funeral de estado y las exequias de George Herbert Walker Bush, el número 41 de los presidentes, Norteamérica ha rendido tributo a su propia monarquía elegida por el pueblo. Los (ex) presidentes, una vez que han pasado por la fragua donde se (re)forja su pasado y se moldean los errores de sus mandatos, suelen mantenerse en una hornacina apartidista. Pero el entierro del patriarca Bush ha tenido un peralte especial, ha habido una insistencia sostenida en comparar al último ‘estadista-soldado’ – veterano de la Segunda Guerra Mundial, obstinado en la idea del servicio público, de la misma estirpe que George Washington y Ike Eisenhower- con los alocados tiempos de la administración de Donald Trump. “Me gustaría que me recordaran -anticipó el finado en una entrevista para el Canal Historia concedida hace quince años y que se proyecta a diario en el Museo de Historia Americana de la capital federal- como alguien que ha servido a su país con honestidad y celo”.
Había una vieja viñeta, publicada por The New Yorker hace ya algunos años, a la que Jimmy Carter -ahora el más veterano de los presidentes de los Estados Unidos, 93 años- le gusta referirse: un niño de corta edad mira a su padre y le dice: “Ya he decidido lo que seré cuando sea mayor: un ex presidente norteamericano”. Con el solemne funeral de estado y las exequias de George Herbert Walker Bush, el número 41 de los presidentes, Norteamérica ha rendido tributo a su propia monarquía elegida por el pueblo. Los (ex) presidentes, una vez que han pasado por la fragua donde se (re)forja su pasado y se moldean los errores de sus mandatos, suelen mantenerse en una hornacina apartidista. Pero el entierro del patriarca Bush ha tenido un peralte especial, ha habido una insistencia sostenida en comparar al último ‘estadista-soldado’ – veterano de la Segunda Guerra Mundial, obstinado en la idea del servicio público, de la misma estirpe que George Washington y Ike Eisenhower- con los alocados tiempos de la administración de Donald Trump. “Me gustaría que me recordaran -anticipó el finado en una entrevista para el Canal Historia concedida hace quince años y que se proyecta a diario en el Museo de Historia Americana de la capital federal- como alguien que ha servido a su país con honestidad y celo”.
En una elegía postrera, su hijo, George W., a secas, reconoció que “mi padre no era exactamente Fred Astaire en el salón de baile”. Incapacitado para la comunicación, heredó el apabullante bagaje de votos de Ronald Reagan, el presidente que con más facilidad ha encarnado el papel. El viejo actor sólo tenía que decir, “América ha vuelto y hoy confía más que nunca en su futuro”; George H.W. Bush estaba obligado a repetir -y su oratoria nunca funcionó-, “Lean mis labios (lean mis labios): no habrá nuevos impuestos”. Este presidente Bush, ahora ido, vivió tiempos convulsos, incluidas la primera Guerra de Irak y la incorporación de Europa del Este al eje de las democracias occidentales tras el derribo del Muro de Berlín. “Estados Unidos es una superpotencia, la superpotencia y tenemos una responsabilidad añadida conforme a nuestro poderío para mantener el mundo unido”. Nada que ver con los tiempos que corren donde Donald Trump ha abandonado ese papel de moderador del mundo, ha troceado a su partido y creado una atmósfera de revancha, miedo e improvisación. El nuevo presidente, dedicado a la exhibición personal, cuenta hasta ahora con la fortuna de mantener bajo control la amenaza terrorista, gobernar sin participar en graves conflictos armados internacionales y surfear sobre una gigantesca ola económica. Trump, que fusiló su “Make a America Great Again” del ticket de campaña “Reagan-Bush” para las elecciones presidenciales de noviembre de 1980 (“Let’s Make America Great Again”), se ha convertido en una suerte de detritus de aquel estilo profesional, patriótico y contenido representado en George H.W. Bush. Hoy, gran parte de los demócratas dicen temer a los republicanos y gran parte de los republicanos, a los demócratas.
Por eso, la cita funeraria, bajo un frío invernal que llevaba una leve niebla a la alfombra verde del National Mall, ha cobrado especial importancia: ha sido capaz de reunir a todas las especies autóctonas de Washington. Los navajeros dialécticos de Republicanos y Demócratas resultaban dignos de toda confianza y sus condolencias parecían sinceras, sin tener en cuenta de que esquina de la arena política venían. Aquí, en Washington, donde aceptar la palabra de alguien es simplemente que “por ahora” no puedes probar que, aquel al que se la aceptas, está mintiendo.
El funeral en el Capitolio, manoseado por las televisiones de cable como si fuera un descanso de la Super Bowl, ha alcanzado la máxima expresión de los tiempos que se viven al compararse con las inauguraciones de los mandatos presidenciales. En este sentido, el embajador de España, Santiago Cabanas, que estuvo presente durante los actos, advirtió la ‘celebración democrática’ que subyace de la desaparición definitiva de un hombre: toda la alta jerarquía norteamericana estuvo presente y las agencias federales cerraron con la llegada del féretro al Capitolio, culminación de un protocolo fúnebre que se ha prolongado desde el fallecimiento de Bush s.r., el pasado 30 de noviembre hasta su definitivo entierro en su Biblioteca Presidencial de Texas, el 5 de diciembre. Orto y ocaso de un hombre: su llegada al trono civil y su despedida; ambas, llegada y partida, populistas y elitistas, ambas públicas y privadas, ambas inclusivas y exclusivas. Y más aún, como la muerte, estrictamente personales.