Por amor a los taxis, II
En México lo primero que nos dicen a los visitantes es que de la calle no se deben coger taxis. Que mejor llamar a una línea, o coger un Uber. Pues la amenaza no es solo que le den a uno vueltas laberínticas en una de las megalópolis del mundo, sino que, en algunos casos extremos, la vida misma entre en peligro.
En México lo primero que nos dicen a los visitantes es que de la calle no se deben coger taxis.[contexto id=»383900″] Que mejor llamar a una línea, o coger un Uber. Pues la amenaza no es solo que le den a uno vueltas laberínticas en una de las megalópolis del mundo, sino que, en algunos casos extremos, la vida misma entre en peligro.
Esta segunda conjetura es mía, debo admitir. Culpo a mi paranoica procedencia: Caracas, la dichosa capital del crimen mundial. La ciudad donde cincuenta personas son asesinadas entre un viernes y un lunes cualquiera. Una ciudad donde alguna vez me secuestró un policía, donde en una caminata por el ‘El Ávila’, nuestra majestuosa montaña, me robó una pareja mientras yo y una novia de aquel entonces le dábamos la vuelta a unos de los pliegues de la falda rocosa, asaltados ya sin pistola o cuchillo, sino por las manos que nos agarraron por el cuello, señalándonos el precipicio que se dibujaba a nuestras espaldas, un precipicio hecho a lo lejos de palmeras y guacamayas.
Lo cierto es que en una noche de lluvia de Ciudad de México no me tocó otra que montarme en un taxi de la calle. El tráfico era denso y el trayecto sería largo. Y aquí, viéndome desprotegido, entró en juego otra de mis psicopatías endógenas: la rabiosa necesidad de no ‘ser jodido’. Algo que los latinos en general, y los caraqueños en particular tenemos bastante cultivado. En fin: un cóctel de neurotismos que esa noche particular afloró maravillosamente. Y de la siguiente manera: decidí fingir a penas cerré la puerta que, yo que soy gordo y con lentes, era karateca.
Ya el destino había sido comunicado, ya la ruta más propicia trazada. Solo quedaba el silencio. Y el taxista, como hacen todos los buenos, me preguntó (para decir algo, cualquier cosa): “¿Y usted, de dónde es?”
– “De Caracas”, le respondí. “La ciudad más peligrosa del mundo”.
Hablamos de política, populismo y crimen. Rápidamente le comenté que llevaba pocos meses en México. Que me habían dicho que la ciudad era peligrosa. Que mejor era no coger los taxis de la calle. Pero que estaba seguro de que a mí no me pasaría nada: a mí nadie me iba a joder. Era caraqueño y karateca. Y no hay ciudad tan peligrosa como Caracas.
– Yo en Caracas iba armado, señor. Fíjese usted. Y aquí me han dicho: ‘cómprate una pistola, hermano’. Pero no me hace falta. Mi empresa me ha puesto un geolocalizador antisecuestro y anti-jodienda de cualquier tipo. Además, que me sé todo tipo de llaves chinas y japonesas.
Y así fui, ya en la plenitud de la psicosis. Resultaba que el conductor era boxeador. Y tan inocente como yo. Me dejó su tarjeta: “llámame un día y nos peleamos en mi ring”. (También era gordito y con lentes). Qué brutal, le respondí. Que seguro que sí, a pesar de no poder dar patadas, las cuales eran mi fuerte de luchador.
– Y le digo otra cosa, joven. En México sí hace falta tener pistolas. Al menos para nosotros los taxistas. Yo nunca la saco. Pero mire: mire la mía. Glock. 45.”.
Y en ese instante la escena que tanto intenté evitar, la de que de repente apareciera un arma dentro de este taxi desafortunado, sucedió. La había cogido debajo del asiento. Ahora me la mostraba orgulloso. “Nunca la he usado. Pero es bueno tenerla, por si acaso”.
Desde ese momento cuando entro en mala hora en un taxi me quedo callado. Frunzo el ceño detrás de los lentes y ando siempre pendiente de cualquier genuflexión hacia la parte inferior de los asientos. En México no me robaron, es verdad. Pero mi táctica entonces claramente no fue la mejor. Aunque quien sabe. Tal vez me salvé por inocente.