THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

El consenso ha muerto, ¡viva el disenso!

Entre el alud de reproches que viene recibiendo Vox (y al que un servidor se ha permitido añadir algún que otro granito) existe uno que veo particularmente desatinado. Es el denuesto (más habitual en los últimos días) de que Vox “rompe el consenso”: en torno a las autonomías, acerca de la ley de violencia de género, sobre la fecha del día de Andalucía…

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El consenso ha muerto, ¡viva el disenso!

Entre el alud de reproches que viene recibiendo Vox (y al que un servidor se ha permitido añadir algún que otro granito) existe uno que veo particularmente desatinado. Es el denuesto (más habitual en los últimos días) de que Vox “rompe el consenso”: en torno a las autonomías, acerca de la ley de violencia de género, sobre la fecha del día de Andalucía…

Semejante invectiva presupone que los consensos son de por sí justos y convenientes, cosa que cualquiera puede, a poco que medite sobre el asunto, calar que dista mucho de ser así. Habrá consensos buenos y consensos malos; y lo que me propongo en este artículo (si el distinguido lector me acompaña por un camino que ya le advierto que convocará gentes tan variopintas como los Bee Gees o Cicerón) es desentrañar qué distingue los primeros de los segundos.

A todos se nos vendrá a la cabeza un tipo de consenso bien reconfortante: se trata del que evita, verbigracia, que mis vecinos arrojen sus basuras al patio de luces común. Resultaría muy molesto discrepar a este respecto y que el vecino del 7º tirase mondas de mandarina, la del 8º pelusas y el del 9º autógrafos de Pablo Iglesias a ese recinto compartido. Bien es verdad que de producirse este desacuerdo podríamos denunciar a los trasgresores ante la Justicia en aras de la limpieza y la concordia y, tras unos cuantos años, obtener quizá una sentencia favorable a nuestras cuitas. Pero resulta mucho más grato no deber recurrir a tan enojosos trámites. Agrada gozar de un consenso a favor de la pulcritud ahí.

Es lo que podríamos denominar “consenso cultural” (en este caso, alrededor de una “cultura de la higiene”) y solo lo desprecian aquellos que no han tenido que bajar día sí, día no a limpiar los desechos de tu convecino. (Por supuesto, dentro de la casa de cada uno esa cultura no tiene por qué ser unánime: unos podemos ser más limpios y otros más sucietes. Y por eso podemos combinar ciertos consensos culturales con, por otra parte, la libertad y diversidad de cada cual en su ámbito privado).

Hay un segundo tipo de consenso que también me parece fructífero. Imaginemos que, en mi ya citado edificio de apartamentos, uno de mis vecinos acostumbra poner a todo trapo música disco a las 3:00 de la madrugada y que, cuando le cuestionamos tan molesto hábito, nos responde que es resultado de su “cultura discotequera”. Y que deberíamos respetársela. Con toda lógica, esa excusa nos parecerá endeble y trataremos de acallarle por otros medios. Seguramente el camino más a mano, una vez fracasadas nuestras súplicas, sería llevar el caso ante la Justicia.

Ahora bien, pongámonos ahora en que nuestro vecino niega toda autoridad a los jueces o a la policía a este respecto. “He hecho un referéndum en casa, con mis amigos de marcha, y la mayoría queremos seguir oyendo a los Bee Gees sin pausa hasta el amanecer; no tenemos por qué reconocer otra jurisdicción”, nos espeta; para responder al resto de nuestros razonamientos tan solo con el tarareo de un “Stayin’ Aliiiiiiiiiiiiiive” desolador.

En este caso, así como si nuestro convecino marchoso solo reconociera la autoridad de su abuelo, o de su párroco, o de su imán, o de su patriarca, nos toparíamos de bruces con una discrepancia nada alentadora. Podríamos decir que aquí nos falta un consenso en los procedimientos: no solo estamos en desacuerdo sobre cómo portarnos, sino que también diferimos acerca de qué reglas nos llevarían a resolver ese choque. Algunos autores llaman a lo que nos falta ahí “consenso político”; pero creo que este término puede resultar confuso. Llamémoslo mejor consenso procedimental.

Compartirlo resulta básico en cualquier democracia; y ello no significa que no se pueda pedir consejo a tus amigos, a tu párroco o a tu imán sobre qué clase de música escuchar. Significa solo que en caso de conflicto grave debemos contar con reglas comunes para resolverlo. Y si alguien se salta esas reglas comunes (por ejemplo, las leyes o a los altos tribunales) es lógico que pague esa ruptura del consenso procedimental. Sería un caos que todos lo hiciésemos. En España, por poner un ejemplo bien palpitante, solo aplicamos, pues, la lección primera de democracia cuando procesamos a los líderes separatistas que se levantaron en octubre de 2017 contra nuestro reglamento común. Si a personas como Elisa Beni o Noam Chomsky les cuesta entenderlo es quizá solo porque no han captado qué significa “consenso procedimental”.

Ahora bien, a menudo se intenta colar como deseable en democracia un tercer tipo de consenso que no lo es tanto. Me refiero al consenso ideológico. En pocas palabras, consiste en que todos tenemos que pensar igual (acerca de las autonomías, la ley de violencia de género, lo buenos que son los que mandan, lo malos que son quienes “crispan”…). Intentar forzar ese consenso se ha hecho desde los orígenes de la política: ya Cicerón hablaba del “consensum omnium bonorum”, que para él consistía en que todos los romanos pudientes se confabulasen contra la plebe y sus líderes (¡malditos populistas!). El consenso ideológico no funciona solo en política: cualquier grupo humano mira con suspicacia al rarito que osa no pensar como los demás.

Ahora bien, una de las características que tiene el consenso ideológico es que con frecuencia es más endeble de lo que presume. Ya en 1931 dos psicólogos, D. Katz y F. H. Allport, notaron que a menudo se da lo que llamaron “ignorancia pluralista”: mucha gente se calla su visión de las cosas porque presupone que la mayoría no la comparte, aunque en realidad esto no sea así. Es lo que nos enseñó a todos de pequeños “El traje nuevo del emperador”: y es que basta con que alguien se atreva a decir lo que piensa para que, de repente, descubramos que lo que creíamos que nadie más veía (que el poderoso va desnudo) resulte ser mucho más visible de lo imaginado.

Así pues, contamos ya con un buen motivo para no contemplar con malos ojos la ruptura del consenso ideológico. Aplicándolo a nuestro caso: ¿de verdad la gran mayoría de los españoles está de acuerdo con que nuestra ley de violencia de género sea perfecta? ¿O con que no haya que cumplir la legislación ante quienes inmigran ilegalmente? Resulta, como mínimo, discutible; y hay más de una o dos encuestas que corroboran tales dudas.

El filósofo John Stuart Mill nos dio además una segunda razón para que, incluso los que estamos de acuerdo con las ideas mayoritarias de la sociedad, veamos con buenos ojos que se expresen voces extravagantes: si tan erradas están estas, nos servirán para afinar nuestros argumentos a favor de la verdad, evitar que se nos oxiden y que algún día olvidemos por qué es tan bueno lo que creemos que lo es. Stuart Mill nos invitaba a ser, como él, unos completos enamorados de la libertad: y sin disenso ideológico no la hay.

Pero este amor a la libertad no tiene por qué ser solo cosa de liberales ingenuos: me gustaría terminar con un pensador español hoy algo olvidado, aunque dominó el área universitaria de la ética y la filosofía política durante los años 80, 90 y primeros 2000. Me estoy refiriendo a Javier Muguerza, egregio izquierdista, enfrentado con denuedo al franquismo cuando tenía mérito, pues Franco vivía; lo que además le llevaría a compartir celda carcelaria con alguien que, curiosamente, hoy apoya a Vox: Fernando Sánchez Dragó. Y bien, cuando en los años 80 se popularizaron no solo en España, sino también en la filosofía europea (de manos de Apel y Habermas) las loas al consenso, Muguerza reivindicó una idea original: lo que él llamó “ética del disenso”.

Consiste esta no tanto en disentir por disentir, sino en darnos cuenta de que a menudo es en el discrepante en quien notamos que hay una cosa (¿no será eso que llamamos ética?) que le obliga a actuar así. Es una pena que hoy la izquierda haya olvidado a uno de sus pensadores más potentes, como Muguerza, y se conforme con las filípicas de una Carmen Calvo o un Rafael Simancas en pro del “consenso” porque sí. De su consenso. En cualquier caso, hablar de esta decadencia del pensamiento izquierdista en España daría para mucho; y no sé si el lector consensuará conmigo, o sanamente disentirá, en que conviene aplazarlo para mejor ocasión.

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