Perder la esperanza
Si hay algo horrible en este mundo, si hay algo que derrota cualquier ilusión de sentido, es el sufrimiento de un niño. El tormento ante la contemplación de un cuerpo infantil que sufre es tan doloroso, tan insoportable la conciencia del absurdo que entraña, que hasta el más incrédulo de los corazones cede al dulce deseo de juntar las manos y rezar.
Si hay algo horrible en este mundo, si hay algo que derrota cualquier ilusión de sentido, es el sufrimiento de un niño. El tormento ante la contemplación de un cuerpo infantil que sufre es tan doloroso, tan insoportable la conciencia del absurdo que entraña, que hasta el más incrédulo de los corazones cede al dulce deseo de juntar las manos y rezar. Ni siquiera el arte, que se atreve con casi todo, frecuenta esta pavorosa provincia de la existencia. Un único ejemplo acude a mi memoria: un episodio de La Peste, la novela de Camus, que me impresionó hondamente en la adolescencia. El doctor Rieux, arquetipo del humanista ateo, lucha una noche entera por salvar la vida de un niño martirizado por la enfermedad que ataca la ciudad. No tiene éxito y, al llegar la mañana, el médico, exhausto y colérico, se encara con el sacerdote Paneloux y le hace saber que él no puede ni quiere amar una creación donde se permite el sufrimiento de los niños. El religioso responde: «Ah, doctor, acabo de comprender lo que es la gracia».
De la historia de Julen, el niño caído en un pozo, consuela un poco saber que murió en el acto, como resultado de la contusión tras una caída de setenta metros. Al menos podemos desterrar su imagen, demasiado horrible, llamando a sus padres. Pobres padres. Resulta muy significativo que nuestra lengua no tenga una palabra para designar al que ha perdido a un hijo –mucho menos para quien ha perdidos dos, como los padres de Julen–. Como si dejar sin nombrar una realidad que nos resulta demasiado maligna ayudara a expulsarla del universo de lo posible. Quizá por eso no logro irritarme ante el espectáculo mediático que ha rodeado la operación para llegar al cuerpo del niño. No se me escapa que los medios han querido mantener viva la ficción de que pudiera estar vivo, y que detrás de esa opción ha pesado el indigno deseo de echar levadura a una audiencia que no podía resistir un menú combinado de milagro y truculencia, dos seguros afrodisiacos catódicos. Si reflexiono, creo que mi indulgencia se debe a mi propio deseo, experimentado estos días, de apartar la mirada y de no querer saber yo tampoco.
La esperanza es lo último que se pierde, dicen. Pero no: la esperanza es lo primero que se pierde, porque, en rigor, no hay otra cosa que perder.