Una luz que se consume
La luz se consume y se apaga, incluso cuando apela a los sentimientos más nobles de una época.
La luz se consume y se apaga, incluso cuando apela a los sentimientos más nobles de una época. Los que vinimos al mundo poco antes de la democracia, o en sus primeros años de andadura, crecimos alentados por un optimismo que se nos presentaba sin mácula. España era un país relativamente pobre en el contexto europeo y salía de un régimen autoritario dispuesta a abrazar la modernidad. Había algo honesto y puro en este anhelo, marcado por la memoria del dolor. El empeño de la Transición recordaba, casi a la perfección, la súplica de Azaña en Barcelona: “Paz, piedad, perdón”. Y, en este sentido, el 78 representa una construcción política e institucional donde primaba la generosidad y el reencuentro por encima de cualquier otra consideración. Si tuviéramos que aplicar un foco a esos años, duros y difíciles por otra parte, brotaría una luz no gastada que se atrevía a despedir para siempre la cruda realidad nacional de los dos últimos siglos. Ya no era cuestión –por decirlo en palabras de Álvarez Junco– de que a los españoles se les enseñara “a apiadarse de España”, sino de celebrar el destino de un país normal llamado a la normalidad. Europa constituía lógicamente el único horizonte posible. Y hacia él nos dirigimos, como Lot, sin mirar hacia atrás.
Visto en perspectiva, fueron dos décadas prodigiosas que iban enlazando el progreso económico con la recuperación de derechos y libertades, y que terminaron con una sucesión de severos choques concentrados en los últimos tres lustros: la metástasis de la corrupción política, la profunda fractura social que acarreó el crash financiero de 2008 y la reaparición de viejas retóricas populistas y antisistema que pretenden socavar la convivencia y el modelo liberal de democracia. No son fenómenos únicos ni exclusivos de España, sino dinámicas más amplias comunes a buena parte de Occidente, pero cuyo impacto es superior allí donde los demonios del pasado –que se creían conjurados– han vuelto en forma de miedo, desconfianza y rencor.
Esa primera luz que guió nuestra entrada en la democracia se ha desvanecido bajo el peso de la experiencia y, a menudo, de la irresponsabilidad. Y ahora asistimos a una escalada a los extremos donde se rechaza el espíritu que hizo posible aquellas décadas de progreso. Europa se ve reflejada en sus inseguridades, del mismo modo que España coquetea con su naturaleza más problemática. Mientras tanto, crecen los desafíos fuera y dentro de nuestras fronteras, sin que sepamos dar otra respuesta que el cinismo frívolo de los espectáculos de masas y de la indignación colectiva. En efecto, con la pretendida superioridad moral de la furia pocas cosas valiosas se construyen. Recuperar esa mirada original de la democracia española –convenientemente rectificada por la experiencia de nuestros errores– constituye ya algo más que un imperativo.