Lecciones desde el Líbano
El Líbano, ese pedacito de Oriente Medio con dos importantes puertos, Trípoli y Beirut, recibe inversiones de todos ellos.
¿Un Instituto Confucio en Beirut? China, Rusia, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Siria, Irán… El Líbano, ese pedacito de Oriente Medio con dos importantes puertos, Trípoli y Beirut, recibe inversiones de todos ellos. Pese a la reciente guerra civil y la interferencia de la vecina Siria, la economía libanesa ha conseguido mantenerse a flote. Su principal activo: la constante y sólida entrada de divisas. Sorprende al viajero que un cajero cualquiera de Beirut se pueda retirar dinero en dólares o libras libanesas indistintamente. Su banco central no emite dólares, obvio. ¿Es entonces tan poderosa la entrada de divisas por su diáspora? Porque a diferencia de sus vecinos árabes, el Líbano no exporta petróleos. Se estima que son unos diez millones de libaneses los que viven fuera del país frente a los seis millones que lo pueblan hoy. Y la mayoría contribuye a la economía nacional con sus remesas de divisas que, según cálculos del Banco Mundial, suponen el 20% de su PIB.
En la capital, colosales torres de oficinas y residencias de reciente construcción conviven felizmente con los edificios situados en la línea divisoria del frente de la reciente guerra civil, vacíos y llenos de metralla, o las abandonadas casas señoriales, joyas modernistas, que se caen a pedazos tras la huida de sus propietarios en plena contienda. Estos contrastes tienen que ver con la frenética etapa de crecimiento vivida entre 2007 y 2010, cuando el PIB del Líbano creció al ritmo del 8% fruto de las inversiones para la reconstrucción del país que siguieron a la interminable guerra civil (1975-1990) y el final de la ocupación siria (2005).
Después el país se ha visto inevitablemente afectado por la guerra de su vecina Siria. 1,8 millones de refugiados sirios (más de una cuarta parte de la población del país) vive hoy de la economía libanesa. A pesar de este enorme desafío, el país crece hoy un 2% y la inversión directa extranjera fluye. De tal manera que la insólita solidez de su moneda, cuyo tipo de cambio está vinculado al dólar, una relación que se ha llevado por delante a economías asiáticas y latinoamericanas hace ya algunos años, ha logrado sobrevivir contra viento y marea. ¿Las razones de este fenómeno? La respuesta unánime es la exitosa gestión del gobernador del banco central del país, en su puesto desde ¡1993! Su nombre: Riad Salamé, reconocido en 2006 como el mejor presidente del mundo de un banco central.
Salamé es probablemente la única figura institucional estable en un país que ha tardado dos años y medio en elegir un presidente, nueve en convocar unas elecciones parlamentarias y doce en aprobar un presupuesto. Tras casi tres años, el pasado mes de enero, se nombró por fin un Gobierno. ¿La razón de este despropósito? El sistema es hereditario del impuesto bajo el mandato francés tras la caída del Imperio Otomano cuando el Reino Unido y Francia se repartieron el control de la región y establecieron sus fronteras. Basado en un acuerdo de reparto del poder entre los 18 grupos religiosos que componen el pequeño país, el presidente de la república es siempre cristiano maronita, el primer ministro es suní y el presidente del Parlamento, chiíta. Representan a las tres principales comunidades. En el Gobierno están presentes todas, las 18, y por eso está compuesto por 30 ministros. Una cifra desproporcionada con respecto a los 128 diputados que forman su Parlamento. Y que facilita la corrupción del Ejecutivo, en manos de sus respectivos grupos de interés (o financiadores) regionales.
La existencia del instituto cultural chino desde 2017 en Beirut puede ser anecdótica -¿cuántos libaneses tienen interés en aprender el mandarín?-, pero simboliza cómo el vacío dejado por los Estados Unidos después de que sus tropas abandonaran Irak y ahora Siria, ha allanado el camino a potencias no musulmanas, como China o Rusia, para invertir en la región y ampliar su campo de influencia geopolítica. Ambos están en una posición privilegiada para llevarse gran parte de los contratos para la reconstrucción de las devastadas ciudades e infraestructuras sirias una vez el régimen de Al Assad recupere próximamente, como todo apunta, el control del territorio. Estos están valorados en 200.000 millones de dólares. El Líbano, por su proximidad y sus puertos, es un lugar estratégico para tener mejor acceso al apetecible pastel. Ninguna potencia occidental, opuestas a la victoria de Al Assad, entra en las quinielas.
Los actores han cambiado. Y frente a la superioridad moral que Occidente siempre ha ejercido en la región, como señalaba Edward W. Said en su famoso libro Orientalismo publicado en 1975, la reconciliación vivida en el Líbano, con ese frágil equilibrio de poderes, y su firme voluntad de pasar página es una valiosa lección para una Europa que se polariza. Y pese a que el Hezbolá, el brazo armado chiita financiado por Siria con representación en el Gobierno y el Parlamento, aún no ha depuesto sus armas, son más poderosas las ganas de sus ciudadanos de progresar, de no agredirse, de intentar convivir pese a las diferencias, especialmente graves hoy entre las dos grandes comunidades musulmanas a raíz del asesinato del suní Rafiq Harari en 2005 atribuido a Siria. La pulsión en la calle, la creatividad en los negocios de los jóvenes indistintamente de su religión o afiliación, la generosa acogida de refugiados, o la refundación hace escasas semanas del Bloque Nacionalista, un partido socialdemócrata que se abstuvo de tomar partido en la guerra civil, son la mejor representación de ese deseo. Y desde allí, el frentismo y la retórica guerracivilista de algunos aquí, que amenaza con intensificarse en la bronca campaña electoral que acaba de empezar, resultan gratuitos e irresponsables. Allí las tres grandes y sabias ‘P’s’ de Azaña: “Paz, Piedad y Perdón” cobran el significado que aquí parecen estar perdiendo. ¡Jalás!