O todas putas o todas decentes
Tengo una amiga guionista que usa muchos dichos pegadizos, castizos, que a veces sobrepasan lo políticamente correcto. Yo creo que se los ha pegado su marido
Tengo una amiga guionista que usa muchos dichos pegadizos, castizos, que a veces sobrepasan lo políticamente correcto. Yo creo que se los ha pegado su marido, que a su vez los heredaría, digo yo, de su padre, que los trajo al presente desde otro siglo. En lo castizo, de Cascorro a los churros de San Ginés, de Tirso de Molina al Rastro, se unen la risa y el machismo, la gracia y el desprecio, lo grosero y lo ingenioso, lo rústico y lo urbano, o a veces, solo la gracia y lo visual. Lo castizo es oxímoron, contradicción, demostración de una mentalidad, de una forma de vivir y de una cultura, como la del refranero, que no existe en los libros, sino en bares y conversaciones o en la boca de los Sancho Panzas en los que ya se inspirase Cervantes. Los dichos castizos son los ecos del pasado.
Entre todas esas frases hechas que usa mi amiga porque son divertidas, hay una que me encanta y que a veces uso yo misma: “¡vaya tres días que llevo hoy!”, otra que es muy maja también es la frase “esto no lo sabe ni el fosforero de Las Rozas”, ¿Quién es este fosforero fascinador? Me gusta pensar en él, en un mundo que ya no existe, me hace viajar en la mente a un tiempo en que Las Rozas era un pueblo de Madrid y no una zona pija de chalets cargada de urbanizaciones con piscina comunitaria. Hubo un tiempo de fosforeros y estaban en Las Rozas, cuando a Las Rozas se iba en carromato atravesando las huertas. Ahora se va en todoterreno mastodóntico y ya no sabemos ni lo que es un tomate fresco ni un fosforero ni nada. Mi amiga tiene otro madrileñismo, también, muy como de hombre hambriento, que sirve para decir que alguien se está poniendo muy pesado: “¡y dale a la matita, que hay conejito!”. Son microrrelatos estos dichos. Me provocan escenas, mundos pretéritos y por eso son pegadizos. Otro, así en plan humorístico y en la intimidad, es la frase “¡Ah, no! ¡O todas putas, o todas decentes!” y significa que si por ejemplo, te echa tu jefe la bronca o te pone condiciones absurdas para un trabajo, los demás del grupo han de recibir lo mismo exactamente o lo contrario es injusticia. Menuda frase “o todas putas, o todas decentes”.
Me gusta analizar estos dichos populares, y más cuando el casticismo es claramente ofensivo hacia las prostitutas, pues implica, lógicamente, que en aquel pasado en el que aún había fosforeros en Las Rozas y tomates con sabor a tomate, una mujer no podía ser estas dos cosas, puta y decente. En este dicho hay una carga cultural, un juicio de valor, un desprecio, un halo de todo lo malo y, al mismo tiempo, una rebeldía ante el moralismo que establece tan radical dicotomía. Una dicotomía que creo, por suerte, que ya se está extinguiendo, pues ahora, cuando hablamos de una persona decente, o de un político decente, pensamos en una serie de valores que no pasan por su actividad sexual, sea cual sea ésta. Al menos, yo quiero creer que la decencia como valor moral ya se ha trasladado desde el órgano sexual de las mujeres hacia la mano del político que roba, por ejemplo, o la mano que agrede a una mujer.
Mi amiga se educó en un colegio de monjas y siempre que dice esto de todas putas o todas decentes, lo hace cuando un productor de televisión le da manga ancha a un director pero no nos la da a los autores del guion, o algo así. Es en esa indignación de la injusticia cuando amiga grita su frase, en plan rebeldía numantina y yo, al escucharla, vuelvo a la imagen de microrrelato que me inspiran estos casticismos antediluvianos y nos imagino a ambas en un pensionado dickensiano, vestidas en camisón, con las monjas castigándonos a todas porque una de las muchachas fue vista besándose con uno de los chicos del colegio masculino que hay al otro lado de los gruesos muros que guardan nuestra virtud. ¡O todas putas o todas decentes!, como Fuenteovejuna. ¡Todas besamos a ese chico y si no lo besamos, habríamos querido besarlo solo para fastidiar a la madre superiora!
Esta semana, a Arrimadas la han llamado puta, con la poca gracia y el estilo de un tiempo que ya se fue. La han llamado puta como a tantas mujeres nos lo han llamado a lo largo y ancho de nuestra vida para rebajar nuestra imagen, nuestra altura política, nuestra capacidad intelectual, para rebajar lo que sea que molesta. Me viene ahora a la cabeza aquel fontanero que vino a casa de mi entonces novio (luego sería marido) a arreglar una cisterna. Me tocó a mí atenderle, mientras mi novio estaba en el trabajo. El hombre no era capaz de arreglar el estropicio y se puso a darle golpes a la cisterna como un neandertal. Cuando le llamé la atención por romper la loza, se puso hecho un energúmeno y me dijo: “tú a mí no me dices lo que tengo que hacer, señora, señorita o lo que seas”. El tono de desprecio que llevaba el “lo que seas”, sinónimo de indecente, claro, de mujer que se acuesta con otro sin estar casada, de chica fácil o “ligera de cascos”, me sentó como una bofetada porque es indignante. Ese “eres una puta”, como sinónimo de “no eres nadie” es algo que hemos escuchado todas las mujeres no con poca frecuencia y que resume todo lo peor del casticismo ancestral.
Así que sí, en completa contradicción con mis valores, me gusta la frase “o todas putas o todas decentes” por lo que apareja, por su oxímoron de ideas, por el análisis que me obliga a hacer de lo que es y no es una puta en la mente de cualquier hombre mal encarado. Las mujeres, de toda la vida, hemos sido o putas o decentes, como sinónimo de capacidad y lo hemos sido, lo seguimos siendo, según el ojo que nos mira, según el odio que nos mira, según la ineptitud imaginativa de quien nos teme o según la envidia o la indecencia de quien se retrata usando con voz infantil los clichés de un mundo que por suerte, ya empieza a ser solo una pintada de retrete chulesca que nos recuerda al pasado.