THE OBJECTIVE
Jorge Freire

Los bárbaros ya están aquí

El título de este artículo procede de un poema de Elvira Daudet. El verso en cuestión reza: «Mas no temas, los bárbaros no vienen / ya están aquí, sois vosotros». Lo descubrí al leer Paraíso imperfecto, la tercera novela de Juan Laborda Barceló, en cuyo frontis figura. No dejé de darle vueltas. Cuando, meses después, leí el gran ensayo de Laborda En guerra con los berberiscos, abrigué la intuición de que estos, los berberiscos, que vivían extramuros de los límites fronterizos del imperio español, representaban el mismo papel que aquellos que en la antigua Roma habrían recibido el nombre de bárbaros.

Opinión
Comentarios
Los bárbaros ya están aquí

El título de este artículo procede de un poema de Elvira Daudet. El verso en cuestión reza: «Mas no temas, los bárbaros no vienen / ya están aquí, sois vosotros». Lo descubrí al leer Paraíso imperfecto, la tercera novela de Juan Laborda Barceló, en cuyo frontis figura. No dejé de darle vueltas. Cuando, meses después, leí el gran ensayo de Laborda En guerra con los berberiscos, abrigué la intuición de que estos, los berberiscos, que vivían extramuros de los límites fronterizos del imperio español, representaban el mismo papel que aquellos que en la antigua Roma habrían recibido el nombre de bárbaros.

He recordado dicho verso leyendo el último libro de Roger Bartra (Ciudad de México, 1942), que lleva por título Los salvajes en el cine (FCE). En este ensayito, una suerte de spin-off de su monumental ensayo de 2011 El mito del salvaje, desfilan todas las versiones cinematográficas de ese vestigio colonial que, en tiempos idos, aliviaba las tensiones que las migraciones de población provocaban en las identidades nacionales: del Yeti a King Kong, de La mujer pantera (1942) a Las mujeres salvajes de Wongo (1958) y de Raquel Welch en Un millón de años (1961) a Ringo Starr en Cavernícola (1981). En ocasiones, el buen salvaje vive tranquilo hasta que en sus dominios irrumpe la civilización: el villano vestido de safari que, en las películas de Tarzán, faja de grilletes a Johnny Weissmuller para meterlo en una jaula de hierro y llevarlo como freak a los circos de Inglaterra, o los militares que, en la pésima Big Foot (2012), dan caza al desventurado Sasquatch, a pesar de los denonados esfuerzos de un grupo de ecologistas, arrasando de paso el Monte Rushmore.

Son excepciones. En la mayor parte de los casos, el salvaje no es menos amenazador que los yahoos de El planeta de los simios (1968): seres sucios e irracionales que forman parte de una interminable tradición, desde las pesadillescas descripciones de Plinio el Viejo, hace veinte siglos, a las «bestias con forma humana» descritas por el nacionalismo de nuestro tiempo. «¿Acaso, para que la cultura tenga un significado, es necesario imaginar que unos seres naturales y bestiales la amenazan simbólicamente y nos hagan desear que llegue la hora de prescindir de ellos?», se pregunta Bartra, para a continuación sugerir lo que sigue: «Podría ser que la renovada aparición de este mito milenario sea una señal de la contradicciones y las paradojas de una civilización moderna que no logra echar raíces profundas».

El contrato social se afianza en los salvajes que lo han precedido, y si contamos con un escaparate de deformes para recordárnoslo, mejor. Mucho antes de los freak shows de la Inglaterra victoriana, en pleno esplendor clásico, se exhibían en el «mercado de monstruos» a los esclavos más deformes de Atenas: si hemos de creer el escasamente verosímil relato de Plutarco, en el teratôn agora se mostraba a hombres con brazos de comadreja y cabeza de avestruz. Reconocemos hoy como meros pretextos coloniales las opiniones que Lessing vertía en su Laocoonte (1776) sobre los hotentotes. Dos décadas antes, ya alertaba David Hume de que «tenemos tendencia a calificar de bárbara cualquier cosa que se aparte de nuestro gusto y percepción, pero no tardamos en encontramos con que el epíteto de reproche también se nos aplica a nosotros». Dice el refrán que lo hermoso agrada y lo feo enfada. Pero sería de una enorme ingenuidad escamotear la coartada política de las «leyes de fealdad» con que se prohibía a «mendigos antiestéticos» y personas con deformidades acudir a lugares públicos de Estados Unidos, o pensar que el marchamo de «arte degenerado» que en el nazismo colgaba a la crema del expresionismo alemán era una cuestión meramente estética.

Extraigo estos ejemplos de Fealdad. Una historia cultural, de Gretchen E. Henderson (Turner), un libro esclarecedor y pertinente, cuanto que ahora más que nunca lo feo gusta. Quizá dentro de cien años la gente admire en los museos la belleza de El grito y deje de lado El nacimiento de Venus. La belleza es aburrida, mientras que, como decía Umberto Eco en su clásica Historia de la fealdad, la fealdad es impredecible y ofrece muchas más posibilidades. Sea como fuere, mientras leía el ensayo de Henderson, digna continuación del libro de Eco, el verso de Daudet sobrevolaba mi cabeza en círculos, como un ave rapaz. Si los bárbaros somos nosotros, y no aquellos a los que habitualmente se ha motejado con dicho marbete, quizá algún día acabemos expuestos en una feria ambulante, como la bella trapecista Cleopatra en Freaks (1932), de Todd Browning, tras la venganza de los deformes a los que durante largo tiempo ha humillado y escarnecido.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D