Viernes Santo
Según los cristianos, el Apocalipsis constituye el extraño pronóstico que hace la Iglesia sobre su propio final
El cristianismo es una religión llena de paradojas. Un ejemplo lo encontramos en la conciencia de fracaso que la acompaña desde sus inicios. Para los judíos, Jesús fue un mesías fallido, vilmente asesinado, que situó su Reino fuera de la historia. Según los cristianos, el Apocalipsis constituye el extraño pronóstico que hace la Iglesia sobre su propio final. “Pero, cuando regrese el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?”, se pregunta Jesús en el Evangelio de San Lucas. De este modo, los últimos días no se presentan como una parábola lineal que refleje el progreso de la humanidad, sino como la constatación de una derrota. A Jesús, sus discípulos más cercanos –los apóstoles– lo abandonaron en la cruz. Ni siquiera ellos estaban seguros del poder de un mesías, aparentemente débil y despreciado, que se había dejado maltratar por el poder de los hombres. La humillación definió el rostro del cristianismo. La nueva fe se extendió por todo el mundo romano gracias a la sangre de los mártires: miles y miles de vencidos a lo largo de toda la ribera del Mediterráneo. En su reciente carta sobre la crisis de los abusos sexuales, el papa emérito Benedicto XVI ha vuelto a apelar a esa Iglesia de los mártires frente a cualquier otra. Esa Iglesia, dice Joseph Ratzinger, “es indestructible”.
En el Viernes Santo que hoy celebramos, se sustancia el escándalo de la religión cristiana; otra de sus paradojas. Un hombre, que el creyente sabe que es Dios, muere en la cruz. La teología utilizará la imagen de la luz kenótica para intentar explicar ese misterio que, en el fondo, es el mismo que el de Belén: un Dios se empequeñece y vacía hasta hacerse niño, nacer en un establo, sufrir los latigazos de la justicia romana y ser ejecutado en la cruz (su juicio además fue un falso juicio, como nos recuerda el filósofo Giorgio Agamben). Ratzinger, en uno de sus documentos papales, se preguntaba cuántas veces el cristiano ha clamado por el poder de Dios, lo ha exigido y, sin embargo –en ese misterio de la Cruz–, es la paciente impotencia del crucificado la que redime con el amor y no los impetuosos martillazos de los verdugos.
La muerte de Dios ha sido el gran tema del siglo XX desde que Nietzsche lo profetizara en uno de sus ensayos más célebres: Así habló Zaratustra. Para hablar en puridad, el filósofo alemán se refería más bien a un asesinato –“Y nosotros lo hemos matado”, subrayó–, que deja tras de sí un reguero de inquietud. Y un extraño silencio que late a pesar de la algarabía de las calles. El poeta inglés Philip Larkin ha escrito uno de los poemas más hermosos que conozco sobre la muerte de Dios, titulado ‘En la iglesia’. El poeta se detiene en un oratorio vacío de la campiña inglesa y se pregunta qué futuro le espera cuando ya el último de los creyentes haya desaparecido. ¿Se convertirá en un museo, una sala para teatro, una librería, una discoteca o un casino? ¿Qué será de los muertos allí enterrados siglo tras siglo? ¿Quién los recordará? ¿Y qué significado tendrán todos esos símbolos –la luz de las candelas, los crucifijos, el altar, los vitrales, las imágenes de los santos y los cantos del coro– que hacen de él un edificio ligado al sentido de la belleza y de la verdad? Larkin, que era ateo, sabía que aquella religión de la intimidad no representaba un lugar extraño para un poeta; más bien al contrario.
La muerte de Dios fue profetizada por Nietzsche, aunque mucho antes un poeta romántico alemán, Jean Paul, tuvo esa misma premonición en un sueño que vivió como una pesadilla. La muerte de Dios, sin embargo, tuvo lugar por primera vez un Viernes Santo de hace dos mil años en un pequeña colina calva y estéril llamada Calvario, es decir, la Calavera. Y de esa muerte surgió una luz peculiar que iluminó con su esperanza el futuro de la humanidad.