Un mundo que ya no existe
«Vamos hacia un mundo diferente, impulsados también por una nueva revolución industrial que genera tantas oportunidades como miedos»
«Pertenezco a una generación infeliz, a caballo entre los viejos tiempos y los nuevos, que no se encuentra a gusto en estos ni en aquellos», reflexiona el príncipe de Salina en 1870, según nos cuenta la novela El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. El aristócrata siciliano observa la revolución de Garibaldi que, desde el norte, ha desembarcado en la isla para unificar el reino de Italia. Salina desprecia a la nueva clase ascendente, la burguesía, pero es consciente de que el mundo ha cambiado, y que oponerse a ello e intentar gobernar con las viejas normas –políticas y morales– carece de todo sentido. Su sobrino Tancredi le dice que se une a los rebeldes para moderarlos desde dentro (“es necesario que todo cambie para que todo siga igual”), pero Salina sabe que es una mera excusa para justificar que se une a la vanguardia para dejar atrás un orden caduco.
Salina, además, conoce los avances científico-técnicos de la Segunda Revolución Industrial, y en la soledad de su torre observa los astros con su telescopio, toma medidas y hace cálculos matemáticos que se divulgan en las publicaciones científicas francesas de la época. Ni siquiera él, excelso representante de su mundo aristocrático, es capaz de resistirse a algunas de las promesas que la nueva era pone ante sí. Pero, consciente de que su mundo se va, se dedica a observarlo, no a preservarlo, como el último ser humano de un planeta que colapsa. Resignado, pero lúcido. Estoico.
He leído estos días El Gatopardo con una identificación nostálgica con algunos soliloquios de Salina. No porque yo me sienta como un aristócrata que ve cómo su mundo se va sin remedio, aunque sí es cierto que, como a todos, la velocidad de los cambios y los vaticinios permanentes me genera incertidumbre, a veces angustia. Sino por la añoranza de actitudes como la suya en el equivalente de esa élite aristocrática en nuestros días. Tras la crisis, financiera y económica primero, y política e institucional después, las cosas han cambiado. Vamos hacia un mundo diferente, impulsados también por una nueva revolución industrial que genera tantas oportunidades como miedos. Persisten, en cambio, quienes aún, desde sus centros de poder y mando –no sólo, ni siquiera principalmente, políticos– insisten en una vuelta de tuerca a un mundo que ha dejado de existir. Especialmente en aspectos materiales, no sólo culturales.
La ingeniería fiscal de grandes empresas, la degradación consiguiente de los servicios públicos, la impúdica brecha de salarios entre directivos y empleados, los escandalosos bonus y planes de pensiones de altos ejecutivos en un tiempo de salarios magros, la desigualdad creciente entre una élite que acumula y una mayoría a la que se racanean certidumbres. Si queremos preservar la democracia, todo ese ejercicio de poder aristocrático está llamado a desaparecer o a atenuarse, de una forma u otra, y la sociedad lo impugna con modelos mejores o peores, pero lo impugna. Salina supo verlo, y ganó. Pero en nuestras sociedades occidentales persisten los ciegos aferrados a privilegios que creen parte del orden natural de las cosas y que los defienden como tales. Que lean El Gatopardo.