El contragolpe
¿Pueden los socialdemócratas y los liberales torcer el vigoroso brazo de eurófobos y nacionalistas?
Escribo estas líneas el 9 de mayo, Día de Europa, a poco más de dos semanas de las elecciones al Parlamento Europeo. Afirma un reciente informe del ECFR que, en lugar de temer un ascenso del nacionalpopulismo, más bien cabría esperar una contramovilización del voto europeísta. ¿Pueden los socialdemócratas y los liberales torcer el vigoroso brazo de eurófobos y nacionalistas?
Borja Barragué, autor del pertinente y esclarecedor Larga vida a la socialdemocracia (Ariel), considera que las recetas tradicionales no servirán a la izquierda para plantar cara a la derecha de los «hombres fuertes», cuyo intervencionismo político va unido a un marcado nacionalismo económico. «Durante muchos años, la izquierda escribía su programa en materia económica y social por simple oposición: la derecha quería bajar los impuestos, adelgazar el Estado del bienestar, privatizar los servicios públicos, desregular los mercados; la izquierda quería subir los impuestos, reforzar el Estado del bienestar, universalizar el acceso a servicios públicos como Educación y Sanidad… Pero esta nueva derecha autoritaria no es así». A su juicio, después del batacazo de la Tercera Vía, a la socialdemocracia solo puede revivirla un vigoroso «giro redistributivo» que, a grandes rasgos, podría asociarse con la receta que el programa de Bad Godesberg prescribió al SPD alemán a finales de los 50: «mercados cuando sea posible, Estado cuando sea necesario». Es decir, apuntalar con siete sellos el sepulcro de Robin Hood, espantando así las críticas fáciles de los conservadores, y buscar inspiración en los orígenes del igualitarismo. Sostiene Barragué que «la socialdemocracia, durante muchos años, se ha centrado exclusivamente en redistribuir desde los más ricos hacia los más pobres, olvidándose de por qué unos son ricos y otros son pobres en primer lugar. Ha olvidado e incluso desdeñado la predistribución. Si quiere doblarle la mano a la derecha autoritaria, ha llegado el momento de hablar, de nuevo, de predistribución».
Respecto a los liberales, hace más de un siglo el británico Hobhouse escribió que su pasión no adopta la forma de un centelleo dramático, sino de un brillo duradero. Michael Freeden defiende en el formidable Liberalismo (Página indómita) que también éste, a pesar de la caricatura con que se le pinta, cuenta con un talante emocional: «los liberales se encienden cuando se ven confrontados con la injusticia, con las violaciones de la dignidad humana, con la violencia física contra las personas». ¿Cabe atizar las pasiones liberales entre quienes arguyen que la UE es un proyecto frío y poco ilusionante? Buena parte de las críticas al «gentil monstruo de Bruselas», en expresión de Enzensberger, suelen venir, al fin y al cabo, del mismo flanco: contra la racionalidad, pasiones; y contra el aburrimiento, emociones fuertes.
Luis Martín-Estudillo ha estudiado en Despertarse de Europa (Cátedra) las manifestaciones culturales del euroescepticismo, que no destacan por su originalidad. Después del fotolibro Pigs, con que Carlos Spottorno representaba, mediante un compendio visual de estereotipos, la escisión entre un norte europeo y un sur atrasado, Santiago Sierra recogió la metáfora porcina del cuarteto mediterráneo con su trilogía Cerdos devorando penínsulas. Algunos de los asistentes a la performance concluyeron que la imagen de los chanchos mordisqueando los mapas de las penínsulas itálica o helénica representaba la indolencia de unos burócratas que habían permitido que tal rapacidad se produjese. Quienes solo lo hemos visto en vídeo nos perdemos el olor de los excrementos, pero sufrimos, gracias a la estridente banda sonora de Clinton Watkins, una desapacible punzada en la cabeza. En alguna entrevista, Sierra ha definido la UE como «una cueva de piratas» que «nos quieren brutos, pobres y enfermos». De existir, su tesis podría ser la de los soberanistas y los euroescépticos: un flatus vocis facilón.
Conque, ¿es la eurofobia un retorno a las emociones o una vuelta a la caverna? David Lizoain ha escrito en El fin del primer mundo (Catarata) que «las pintadas de las puertas de los baños salen a la calle». Los mensajes reaccionarios que antes se garrapateaban entre dibujos fálicos y expresiones salaces son ahora enarbolados, sin complejos y a pecho descubierto, por los líderes de opinión. Más claro, agua.
Lemas, trilemas y trileros
Orwell escribió que la peor amenaza para la democracia adquiría las hechuras de un escuadrón de obreros en paro capitaneados por un millonario que recitase el Sermón de la Montaña. Una paradoja similar es la que hoy representan las élites que atizan el antielitismo, aliño indispensable cuando se trata de otorgar un cierto picante a la demagogia etnocentrista e identitaria en el sopicaldo nacionalpopulista. Pero tal antielitismo es, como ha advertido Ivan Krastev, habitualmente selectivo, pues las élites a poner en solfa son, generalmente, instituciones independientes como los bancos centrales, los tribunales o los medios de comunicación. Abonarse a la teoría de que «el pueblo se ha hartado» es, para Marlene Wind, una peligrosa dejación de responsabilidades. Como afirma en La tribalización de Europa (Espasa), los opinadores que a tal idea se avienen «glorifican un pasado que ya no existe, nos apartan de nuestras responsabilidades para con el resto del mundo y legitiman sustituir la política por el identitarismo». A su juicio, la burbuja de la identidad es dañina por dos motivos: anula la capacidad crítica de quienes en su seno se cobijan, por un lado, y desacredita automáticamente a sus potenciales detractores, por otro.
Añádase al mejunje una cierta nostalgia particularista y condiméntese con esa especie que algunos, dotados de un paladar tosco, denominan posverdad. El relativismo, tal y como escribe Luisgé Martín en su inteligente y provocador ensayo Un mundo feliz (Anagrama), no ha hecho sino extenderse durante las últimas décadas. «La caída del fascismo, primero, y la explosión controlada del comunismo soviético, más tarde, dejaron un paisaje tan vasto de tropelías, desafueros y brutalidades cometidos en nombre de la Verdad que fue necesario negar el concepto mismo de Verdad. La Verdad pasaría a ser a partir de entonces algo cenagoso, unas arenas movedizas en las que es imposible pisar con firmeza».
No han sido pocos los estudiosos que, blandiendo el célebre trilema de Rodrik, han explicado durante años que, en el triángulo compuesto por globalización, soberanía nacional y democracia, uno de los lados sobra necesariamente. Hora es de que Europa extraiga una sabia lección de los países del grupo de Visegrado y asuma una suerte de trilema de Jobbik, en honor al socio húngaro: el soberanismo siempre tiende al populismo, contraviniendo los principios de la democracia. Es bien sabido que, cuando la soberanía deja de uncirse a la ley, se convierte en aquella bestia altiva que, según Carl Schmitt, merodea extramuros del ordenamiento común. Sirvan estos libros para meditar acerca de ello.
Soberanismo, populismo, relativismo… Paul Valéry advirtió de que no se puede pensar en serio utilizando palabras terminadas en ismo; sin embargo, debemos añadir una cuarta: el proteccionismo. Beatriz Becerra afirma en Eres liberal y no lo sabes (Deusto) que el fulcro sobre el que éste se afianza no es económico, sino ideológico: «con cada carguero, con cada transacción por internet o con cada porte aéreo entran en el país otros modos de vida, otras costumbres y otras ideas». A su parecer, no es casualidad que la autarquía de Franco se apoyase en el convencimiento de que España era la «reserva moral de Occidente»: el proteccionista busca mantener a su país libre de contaminaciones externas, con vistas a asegurar su esencia eterna.