Uno de nuestros aristócratas
«Se le llora también por el vacío que deja la inteligencia en un país que parece haber dado la espalda a los valores de la razón»
Durante años, Alfredo Pérez Rubalcaba fue el político más odiado de la derecha española. Pasaba por ser el Rasputín del PSOE, una especie de Fouché capaz de alcanzar siempre sus objetivos. Se ha dicho que, gracias a su habilidad, se terminó definitivamente con la ETA –muy mermada tras los años de Aznar–; pero, como sucede a menudo, acabamos abusando de los superlativos. Fue –creo que nadie puede ponerlo en duda- un eficaz servidor del Estado, un hombre leal a la Corona y al país. Su inteligencia, de rapidez mercurial, se movía tal vez mejor en el plano de la coyuntura –como respuesta a la realidad del momento– que en el largo plazo. Era, como nos recordó el pasado viernes Antonio García Maldonado en este mismo medio, “un político brillante en el escenario, pero aún más determinante entre bambalinas”. Quizás por eso fracasó al frente del PSOE. O quizás no. No en vano la política, como casi todo en la vida, tiene mucho de azaroso.
Si hoy lo lloramos –y lo lloran incluso quienes fueron sus adversarios políticos– no es sólo por la piedad debida a un político indispensable para entender la democracia española de las últimas tres décadas. Se le llora también por el vacío que deja la inteligencia en un país que parece haber dado la espalda a los valores de la razón. El trueque del discurso articulado por la mera propaganda tiene efectos corrosivos que van más allá de lo que sugiere la mera degradación de las elites representativas. Rubalcaba podía ser un demagogo –y parte de su gran habilidad comunicativa consistía en utilizar ese recurso–, pero no era un populista. Respetaba demasiado la racionalidad de la política como para ceder a esa tentación. Quiero creer que, ya retirado de la vida pública –con la lucidez de quien ha tomado distancia del poder–, se detuvo a pensar sobre las heridas abiertas en nuestro país: el conflicto territorial, por supuesto; el retorno del cainismo; los vicios de la partitocracia; la histeria moral como nuevo relato político; la pérdida de un horizonte que era la ambición de la excelencia. “El primer deber de una democracia –anotó el filósofo Michael Oakeshott en sus diarios– consiste en crear una aristocracia”. Con Rubalcaba perdemos a uno de nuestros aristócratas, uno de los últimos. No parece que deje sucesores.