Evasión pessoana
«El mundo y la historia tienen la capacidad de triturar al individuo, pero este no ha de darles la victoria de antemano»
Escribo esto mientras los ciclistas suben el Mortirolo en el Giro y sufro una pájara política. En el peor momento: cuando tengo que escribir una columna, que convendría que fuera política. Pero he terminado de colapsar, después del extenuante ciclo que el domingo concluyó. Me pilló en Madrid (voté, pero por correo) y el lunes, volviendo a Málaga en el Ave, leí un libro rápido: ‘Crónicas de la vida que pasa’, de Fernando Pessoa (Hermida Editores). Fue un principio de desintoxicación.
Políticamente estoy en plan abstencionista: apático, cansado, con una soterrada desesperación (sin aspavientos ya). Me esfuerzo por ver la lucha política en plan entomológico, como Spinoza veía cómo se devoraban las arañas. De mi percepción se esfuman los componentes morales, incluso los ideológicos, y priman los teatrales. Todo es un teatrillo, despiadado pero enternecedor. No por ello caigo en el cinismo. Si fuera cínico me pondría a operar con esta nueva premisa, no a explicarla. Le pasó lo mismo a Maquiavelo, que por no ser maquiavélico fracasó.
«Sabio es el que se contenta con el espectáculo del mundo», escribió Ricardo Reis, el heterónimo más pasivo de Pessoa. Está en consonancia con lo de André Breton: «La historia cae fuera, como la nieve». El mundo y la historia tienen la capacidad de triturar al individuo, pero este no ha de darles la victoria de antemano. Se puede arrogar el gesto dandy de despreciarlos, hasta que le llegue el golpe. La peste de nuestro tiempo es el exceso de politización: cómo la política se ha metido en sitios en los que nunca debería haber entrado. Urge un repliegue helenístico o alejandrino: lo que les corresponde a los periodos de descomposición. (Tener en cuenta la política y observarla; pero sin caer en las emociones políticas).
Las ‘Crónicas de la vida que pasa’ son unas cuantas columnas que Pessoa escribió en 1915, jugueteando. Hasta que lo echó el periódico que se las publicaba, por juguetear. Jugueteaba con paradojas, como el propio Pessoa reconoció: «Soy un pobre recortador de paradojas». Tomaba asuntos de la actualidad y les daba la vuelta, con estilo pessoano. Por ejemplo, defiende a un coronel ruso traidor a su patria en la Primera Guerra Mundial, que fue condenado a muerte. «Un traidor es simplemente un individualista», escribe Pessoa, «una criatura que, por dinero u otro interés personal, compromete los intereses de la patria». Pero los condenados tendrían que haber sido los estadistas que llevaron al país a la guerra, porque «estos comprometen a toda la patria, de una sola vez». La guerra, por cierto, la define de este modo espléndido: «es una sustitución, en la moral y en la acción, del criterio inhibidor por el criterio expansivo».
Como son pocas crónicas las que lleva el librito, no voy a desvelarlas todas, para preservar la delicia (la introducción es buena pero las desvela todas, por eso aconsejo leerla al final). Sí hay que mencionar la primera porque habla del oficio de opinar, jugueteando a tope: «La continua transformación de todo se da también en nuestro cuerpo, y se da en nuestro cerebro consecuentemente. […] Ser coherente es una enfermedad, un atavismo tal vez». Y manifiesta falta de educación: «Es una falta de cortesía con los demás ser siempre el mismo a la vista de éstos; es machacarlos, afligirlos con nuestra falta de variedad». Y luego: «Una criatura de nervios modernos, de inteligencia sin cortinas, de sensibilidad despierta, tiene la obligación cerebral de cambiar de opinión y desde luego varias veces en el mismo día». Llegados a este punto, casi podría yo escribir lo contrario de lo que acabo de escribir en la presente columna (incluso la columna política que he rehuido).
Mientras me deslizaba por ella los ciclistas han terminado de subir el Mortirolo. Ciccone y Hirt han pasado primero. Ahora bajan también, porque allí no estaba la meta.