Elcano, fabricante de globos
¿Qué significa para nosotros, los europeos, el viaje de Magallanes y Elcano, a quinientos años de levar el ancla la expedición que daría, por vez primera, la vuelta al mundo?
¿Qué significa para nosotros, los europeos, el viaje de Magallanes y Elcano, a quinientos años de levar el ancla la expedición que daría, por vez primera, la vuelta al mundo? Lo pienso mientras asisto a unas jornadas organizadas por la Escuela Española de Historia y Arquelogía en la ciudad de Roma para estudiar los fascinantes pormenores de la travesía. El viaje, como recuerdan los ponentes, nada tenía que ver con demostrar la redondez del planeta, cosa juzgada en Europa desde Aristóteles. Su propósito declarado era certificar que las islas Molucas, pielágo rico en especias, caían del lado español y no luso del orbe prorrateado en Tordesillas. Cuando Andrés de San Martín, cosmógrafo de la expedición, expuso con excelente ojo y sentido de la ecuanimidad que las codiciadas islas estaban en solar portugués, la decepción fue mayúscula. Caído Magallanes en Cebú, le tocó a Elcano hallar el camino de retorno, teniendo la increíble audacia de pensar que lo más fácil sería lo nunca hecho: atravesar el desierto de agua del océano Índico, remontar por la costa africana, salvar la vida por un pelo en Cabo Verde y desde allí ganar Sevilla, puerto de salida. De los doscientos setenta hombres que zarparon solo dieciocho volvieron tras tres años a dieta de carne de tortuga. No fue en balde: del mar arado por Magallanes y Elcano nació la primera ruta comercial globalizada de la historia, que, en divisa de plata española, comerciaría con seda y porcelana de Manila a Amberes, pasando por Acapulco.
Me pregunto por la importancia de este viaje para los europeos porque, en efecto, resulta un tanto pueblerino reivindicar la gesta para tal o cual nación ibérica. No solo porque los pilotos de entonces sirvieran más a sus patrocinadores reales que a sus naciones, sino porque si algún estro o espíritu hay que afiliar a Magallanes y Elcano sería al europeo. Un aliento legado de Roma y que sintetiza con precisión la divisa imperial de las carabelas españolas: Plus ultra. Lo que Magallanes y Elcano hicieron, camino del horizonte, por la senda de los paralelos, no fue sino repetir el gesto de Alejandro y Trajano, Marco Polo, Vasco da Gama y Colón, Hudson, Caboto y Cartier, Cook y Vancouver, Amundsen y Shackleton, y cuando ya no quedó un palmo de mundo por cartografiar, Armstrong: ir más allá. Pero, como explica con perspicacia Sloterdijk, a diferencia de Roma, cuyo mundo aún conocía la divisoria entre ciudadanos y bárbaros, el nuevo globo alumbrado por los arrogantes europeos ya solo se pudo concebir como una totalidad, y sus habitantes, bajo la engañosa variedad de aspectos y hablas, como un único género: el humano. Un mundo que durante medio milenio se configuró, dice Sloterdijk, como un experimento, a veces cruel, de europeos curiosos, con resultados que aún son objeto de apasionada disputa. Júzguese cómo se quiera; lo cierto es que en la bodega de la nao Victoria, la única que completó el trayecto, se trajo algo más que unas cuantas toneladas de clavo con las que saldar el coste del viaje; se trajeron también una antropología cosmopolita y una ética a escala universal: un nuevo horizonte hacia el que todavía hoy seguimos navegando.