Una causa justa
Pisarello, apodado el Flaco y aún recordado por su comprometida bondad, nació el año 1916 en Saladas, fue ejecutado por la dictadura argentina
A principios de este año un temporal de lluvia provocó varios destrozos en Saladas, una localidad del noroeste de Argentina. Hace un par de meses el ayuntamiento echó ripio en el suelo de una de las maltrechas calles de la ciudad. Las obras, modestas, formaban parte de las labores de reconstrucción que ha podido sufragar la municipalidad. Según puede verse en la página de Facebook del Ayuntamiento, un grupo de cinco operarios hicieron el trabajo (cuatro de pie con sus herramientas y otro al mando de una vieja excavadora). La intervención se hizo en domingo para no provocar más molestias de las necesarias a los vecinos. Una vez concluida la obra ya se puede circular sin problema por esa zona, incluso durante los días de lluvia. Aquella calle enripiada hace dos meses lleva por nombre Ángel Pisarello.
Pisarello, apodado el Flaco y aún recordado por su comprometida bondad, nació el año 1916 en Saladas y desarrollaría prácticamente toda su trayectoria profesional en Tucumán. Allí estudió la carrera de Derecho e intensificó su militancia política, siendo elegido pronto como senador provincial. Su trayectoria estuvo condicionada por la inestabilidad de su país, pero los problemas de verdad empezaron en la violenta década de los 70. Ya en tiempos de la tercera presidencia de Perón defendió a presos políticos, situándose en una posición crítica respecto al poder (lo pagó con prisión y un par de atentados), pero esa situación se tornó sumamente arriesgada tras el golpe del general Videla, la institucionalización de la brutal dictadura militar y el terrorismo de estado.
A las pocas semanas de haberse producido el golpe de marzo de 1976, el nuevo gobernador de la región de Tucumán –Antonio Domingo Bussi– ordenó al nuevo responsable de la Jefatura de Policía –Roberto Albornoz– que amenazase al abogado Pisarello. El Tuerto, como era conocido Albornoz, le dijo que si seguía presentando habeas corpus debería asumir las consecuencias. No tardó en pagar su compromiso con la justicia. La madrugada del 24 de junio de 1976 la casa familiar fue allanada. Un grupo de encapuchados lo secuestró. Su hijo Gerardo, que sólo tenía cinco años, les dijo que en casa no había armas y que por favor no olvidasen las gafas de su padre. A Ángel Pisarello debieron llevarle a la Jefatura, reconvertida en un centro clandestino de detención, tortura y asesinato. Apareció muerto al cabo de una semana en el Parque Aguirre de Santiago del Estero.
Hace pocos meses Gerardo Pisarello, con verdad y sin dramatismo, me contó la historia de su padre. Apenas lo conocía. Fue durante un largo paseo por el barrio de Palermo de Buenos Aires durante un domingo lluvioso. Lejos de nuestra ciudad, experimentando la predisposición a la confianza que provoca el extrañamiento en compañía, la conversación saltaba los muros de la cordialidad para adentrarse en el territorio donde se viven esos raros momentos de amistad. No lo olvidaré. El recuerdo de esa mañana gris lo conservaré fundido con la experiencia transformadora que el día anterior habíamos sentido visitando el ESMA con la bibliotecaria Carme Fenoll. Tampoco lo olvidaremos.
La semana pasada, el 15 de agosto, murió el Tuerto, el responsable del asesinato del padre de Gerardo y tantos otros. Desde 2016 Roberto Albornoz vivía en su casa detenido, controlado por un equipo electrónico de vigilancia, condenado a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad. Al saberlo Pisarello –jurista como su padre, doctor en derecho, ahora primer secretario de la Mesa del Congreso–, más que rabia, más que dolor, quiso renovar en público un compromiso: el abrazo a quienes han luchado contra la impunidad. Es una causa justa. Heroica como puede serlo el ejercicio de la abogacía para combatir la tiranía. Digna como la modesta acción política de un ayuntamiento que repara una calle –la calle Ángel Pisarello- para mejorar, por poco que sea, las condiciones de vida de los olvidados.
Gerardo, una forta abraçada!