La tumba sin sosiego
«¿Conque la gente no lee? Menos lobos… Basta un breve paseo por la playa para observar centenares de personas aplastadas por libros»
La playa ofrece imágenes portentosas a quien se mantiene atento. Una de ellas es la estampa triunfante de la madre tatuada con niño de teta, retratada por Montano. Otra, la del lector triste y macilento que a su lado se retrepa, en dura pugna con un voluminoso bestseller. Se entiende que el grosor de la novela sirve de escantillón para hallar la medida de su calidad: cuanto más gorda, mejor. Las razones no son las que con frecuencia se aducen (que la letra a tamaño dieciocho se debe a la provecta edad de sus lectoras, por ejemplo, pues en España solo parecen leer las mujeres mayores) sino que responde a un motivo meramente cómico: ver a un hombre sepultado por un libro.
No son pocos los que fantaseaban con tener un crush este verano y han acabado sufriendo su más vieja acepción, la del aplastamiento. De tal guisa me he encontrado a mi amigo Julián, que siempre se había ufanado de no leer y que hasta la fecha se mantenía inasequible a la moda del reading is sexy. Al parecer, estas cosas suceden de la noche a la mañana. Uno querría verse repantingado en la arena, en estado semiconsciente y a la buena de Dios, o tardeando en el chiringuito, con una horchata o un mojito de ron blanco. Y, sin embargo, aquí está, escondiéndose del sol mediterráneo, contraviniendo el pathos meridional y elidiendo su pulsión de vida, con una novela de cinco kilos que lo abruma, lo tedia y le oprime la andorga.
Me confiesa entonces, con cara de apuro, que se ha propuesto leer mucho este año, y que todas las noches trata de embaularse quince páginas de Žižek antes de dormir. Se me caen los palos del sombrajo. Siempre tuve a Julianín por uno de esos ciudadanos probos y cumplidores, dotados de una conciencia como la cera virgen, cendida y sin hollar por cogitación alguna, de manera que la cosa me sorprende. ¿Quién querría ponerse con un libro de Žižek después de diez horas amagando el lomo delante de un ordenador, tragando quina en un bufete o doblando la raspa en un restaurante? Supongo que sería más feliz viendo la tele, paseando al perro o arregostado en matar zombis, pero el hombre se ha propuesto extraer vino de las uvas del sufrimiento. Qué le vamos a hacer.
¿Conque la gente no lee? Menos lobos… Basta un breve paseo por la playa para observar centenares de personas aplastadas por libros, abrumadores y pesados como la losa de mármol del Valle de los Caídos, y no es una imagen honrosa. Los rijosos landitas de que hablaba Montano han sido sustituidos por trasuntos deslucidos de Calimero. Se les ve acoquinados, empequeñecidos, encogidos como un higo seco; viven los pobres aherrojados con las cadenas que, por mor de la fiebre cultureta, ellos mismos han forjado. Si contase con la potestad de manumitir a un lector, como en tiempos idos podía otorgarse la libertad a un esclavo, lo eximiría del oneroso lastre que carga y le diría que se fuese a jugar con la pelota; es más, embriagado de furor rousseauniano, le obligaría a ser libre, y viéndolo correr horro, emancipado, soberano de sí mismo, escondería su libro de Federico Moccia debajo de la tumbona. Por fortuna para mi integridad física, me quedo calladito y paso de largo.
Así y todo, poco importa. En el rebaño feliz de los hombres, por decirlo con Mallarmé, hay ganado de mucha casta. Cierto es que hay tontos informados que, aún manteniéndose al corriente de todas las novedades, son incapaces de rectificar su condición de tontos; son aquellos que leen los textos a la luz de su raquítica filosofía, y luego se sorprenden de lo poco que les cunde. Visto así, más vale un analfabeto redondo y asolerado que un compulsivo deglutidor de novelas al que se sigue notando el pelo de la dehesa. Pero también hay listos iletrados: éstos, aunque no lean, son razonables, juiciosos y saben separar el grano de la paja. Inteligencia es, como explicase Ortega, la facultad de escoger entre varias cosas (inter legere), lo que significa saber leer entre líneas de ese libro que es el mundo. John Stuart Mill escribió que “no solo importa lo que los hombres hacen, sino también el tipo de hombres que lo hacen”. O por decirlo con Juan Carlos Buzón, listo ágrafo: “No es el libro, es el lector”.