La caída más bella
«Porque esa mujer no era el bronce de Calgary, era la esquiadora de los sábados que nunca ganaba, que lo tenía todo en contra y que sin embargo, se codeó con las mejores»
Tenemos dioses. Los dioses van por dentro. Héroes y heroínas dejan huellas en nosotros sin que lo sepamos. O lo sabemos, pero no somos conscientes de ello.
En mi vida he recordado en muchas ocasiones aquella emoción compartida con mi hermano de las olimpiadas de Calgary. Como toda mi generación, éramos fans de Blanca Fernández Ochoa. No esquiábamos, ni mucho menos, pero los fines de semana, encendíamos la tele por las mañanas y siempre había alguna prueba de esquí. Nos quedábamos mirando a ver cómo le iba a Blanca. Se tiraba por allí, aquello duraba unos cuantos segundos y nunca ganaba nada. Pero un día eso cambio y de pronto empezó a ganar o a quedar siempre entre los diez primeros puestos. Hacía tiempos excelentes con regularidad y en ese proceso, construyó una ilusión colectiva sólida y emocionante que se ha mantenido en el tiempo.
Ese gran año llegó a las olimpiadas de Calgary y Blanca se lanzó a tumba abierta en la primera manga, marcando el mejor tiempo. Cómo saltamos de emoción de los sofás. España entera saltó. La medalla de oro, un imposible, estaba a su alcance. Al alcance de todos los que habíamos vivido ese recorrido sorprendente. Recuerdo la incredulidad, la admiración, la emoción, los vítores, la sonrisa, los brazos en alto. Tengo en la memoria aquellas olimpiadas como si el fuego de los dioses fuera algo real, que nos quema modos de vida en el alma y ejemplos a seguir (o no seguir), en los corazones. Y precisamente, lo que más recuerdo es lo que parece que tanta gente quiere olvidar. Esos juegos sin medalla. Esos días.
En la segunda manga, Blanca tenía que ir a por todas. No le quedaba opción, porque el oro no estaba ni mucho menos asegurado con una bajada conservadora. Sus rivales hicieron tiempos magníficos. Era todo o nada. Se lanzó a tumba abierta, como si quisiera ganar o morir. Como si le diera igual morir, porque solo cabía ganar.
Ganar o morir. ¿Qué empuja a un ser humano a esa dicotomía? ¿Cuántos años, caídas, frustraciones? ¿Qué adrenalinas? Ganar o morir. A menudo me he preguntado después de aquellos juegos sobre el sentido profundo del deporte olímpico para la sociedad. La emoción que producen en los espectadores es ya un sentido en sí mismo, ¿pero cuál es el sentido para el atleta? Sé lo que emociona ser espectador de esos juegos, siempre he sido una gran espectadora de deportes, pero nunca he logrado llegar al corazón del corazón del deportista de élite. ¿Qué lo mantiene en esa intensidad día tras día tras día? El sacrificio, la pasión, la búsqueda. ¿Qué se busca? ¿De verdad se busca el olimpo? Sí, de verdad se busca, pero a veces uno lo encuentra sin saberlo.
En Calgary llegó la sorpresa. Llevaba una temporada fabulosa y las olimpiadas de invierno eran el evento a seguir y los mortales de a pie lo seguíamos solo por Blanca. Ahí estábamos en casa, mirando los deportes de invierno, todos con ella, activando ese lugar del cerebro que hace a los espectadores sentir y seguir la emoción de un deportista a miles de kilómetros de tu universo. Bajaba fabulosa, en tiempos de oro, luchando por esa medalla con toda la valentía, pero cayó. España entera cayó con ella. Nos dimos el batacazo y la memoria de mi generación no ha olvidado el instante que, sin embargo, yo no recuerdo con amargura, sino con gloria, con un sabor a gloria inconmensurable. Durante días vimos esa caída una y otra vez, reviviendo el momento como si fuera un cuento admonitorio, una caída propia. Yo creo que la amamos más por ello.
Porque los dioses o los semidioses tienen historias así, con sus caídas estrepitosas por haber tratado de mejorar algo invisible. Mira lo que le pasó a Ícaro. Prometeo, fíjate tú.
A mí, la caída de Blanca Fernández Ochoa me ha grabado años de literatura en el alma. Es una narración olímpica en el sentido mitológico, porque la perfección no tiene cabida en la leyenda. No creo yo que perdure la perfección porque no hace mella, no nos construye, no duele, no hace sangrar, no queda abierta a mil interpretaciones. La perfección es morir y se olvida, quedando para los libros sin interés, como el de los récords Guinness, llenos de datos enciclopédicos. Mira lo perfecto que lo ganaba todo Lance Armstrong. A mí aquel hombre no me enseñaba nada… hasta que cayó del Olimpo y nos marcó la vida.
La caída es el mito y nos hizo distintos sin nosotros saberlo. Me atrevo a decir que nos hizo mejores. Es el hecho inolvidable y es la losa de una diosa que se volvió temporalmente mortal por designio del destino. Pero esa caída ha construido un lugar en el recuerdo. Es una invisible moraleja del drama vital de todo ser humano y un ejemplo, sobre todo, de que nadie va a quererte más por subir a lo más alto. Te quieren más por ser, precisamente, humano.
Antes de escribir sobre mis recuerdos y emociones sobre esa caída, he tratado de buscarla en internet. No lo he logrado. No he sido capaz de encontrar uno de los vídeos deportivos más vistos de mi generación y he pensado que quizá hay quien viera esa caída como una vergüenza, un momento desagradable a esconder. Esto es absurdo. Es el gran error de la Historia eso tan clásico de guardar solo lo que ciertas personas consideran “el éxito”. Porque esa mujer no era el bronce de Calgary, era la esquiadora de los sábados que nunca ganaba, que lo tenía todo en contra y que sin embargo, se codeó con las mejores, fue la cenicienta que nos brindó una de las mejores narraciones deportivas de nuestra juventud y nos puso a todos los del llano a esquiar.
Quiero reivindicar la gran caída, esa caída hermosa, como el párrafo brillante que justifica una vida. Es un lugar épico al que volver, al que tantas veces he vuelto con mirada de admiración, no de conmiseración.
Ella no sabía el impacto favorable en sus admiradores, porque los personajes más interesantes tampoco leen la narración en la que viven. Y en ella viven. Como los dioses. En ella viven por siempre.