De vuelta a mi psiquiatra
«Hace tiempo que no hablo de mi psiquiatra. Ya conté que ni él cree en la posibilidad de la cura, ni yo creo padecer trastorno psíquico alguno»
Hace tiempo que no hablo de mi psiquiatra. Ya conté que ni él cree en la posibilidad de la cura, ni yo creo padecer trastorno psíquico alguno. Soy un neurótico de lo más trivial. Mi psiquiatra piensa, como Balmes, que el espíritu humano es como un borracho a caballo, que cuando se lo endereza por un lado se tuerce por el otro, que el hombre bueno es el que se contenta con soñar lo que el malo practica y que la democracia se sostiene en tres mitos: el buen gobierno, la buena educación y la buena salud. Cuando me llama para decirme que hace mucho que no me ha visto, sé que lleva sin comer un par de días. Lo visito, le pago cien euros por un rato de conversación y los dos nos quedamos tan a gusto. Nunca me defrauda. Ya dije en un artículo que, en una ocasión, me defendió que el feminismo es el resultado inevitable del triunfo de la silla como instrumento de producción. Los trabajos con silla han sido para él el gran igualador de género.
Lo visité el martes pasado y estuvimos hablando de la intelectualidad.
– Hemos pasado —me dijo— unos días muy entretenidos entre voces de intelectuales que se preguntaban dónde están los intelectuales. El asunto tiene más miga de la aparente, porque, en el fondo, no es una pregunta por los intelectuales, sino por la moralidad.
Mi psiquiatra, obviamente, tenía muchas ganas de hablar. Sacó una jarra de agua, dos vasos, colocó todo sobre una silla y nos sentamos sobre dos pilas de libros.
– Imaginémonos que un intelectual descubriera que el consenso político es un artefacto en torno a símbolos. O, dicho más ruda y claramente, en torno a ídolos. El consenso sería, entonces, el lugar de encuentro de la ambigüedad semántica del símbolo con la irracionalidad de las emociones humanas. ¿Tendrían por ello derecho a salir a la calle a derribar ídolos?
– Pues me imagino que no.
– ¡Pues la respuesta correcta es que sí! Tendría, incluso, el deber, porque el intelectual es el principal ídolo de la democracia y ésta no podría sobrevivir a su desaparición. Pero no hay peligro. Ni sospechan la verdad de la política.
No supe qué contestarle y él se tomó mi silencio como una invitación a explayarse.
– Así que salen a la calle haciendo, honestamente, de Jeremías, convencidos de que tienen alguna verdad importante que comunicar a un pueblo que, por estar desinformado, se comporta como el espectador de un equipo de fútbol. Está más interesado en que ganen los suyos que en el partido. El intelectual ha de creer que en política nos guiamos con criterios racionales que ayudan a comprender objetivamente el mundo.
– ¿Y esa creencia es la que lo empuja a la protesta?
– ¡Así es!
– ¡Pues vaya!
– Platón ya nos puso en guardia contra los sabios que predican la existencia de una inteligencia que gobierna el cielo y la tierra, porque quizás no estén describiendo el mundo, sino la misma ideología de los intelectuales. Pero con una fina muestra de ironía, añade que “probablemente” hacen bien.
– ¿Cómo que hacen bien?
– Su ideología transmite el mensaje tranquilizador de que más allá del desorden visible hay un orden plausible a nuestro alcance.
– ¿Dónde dice eso Platón?
– En el Filebo. Ahora te busco el pasaje exacto.
Mientras removía papeles y libros, buscando en estanterías caóticas el diálogo de Platón, seguía hablando.
– Si Sartre aseguraba que el intelectual es el hombre decidido a meterse donde no le llaman, Platón lo corrige de antemano sugiriéndonos que a eso es precisamente a lo que lo llamamos.
– ¿A meterse donde no le llaman?
– ¡Eso es!
– ¿Por qué?
– Porque, como decía Aldous Huxley, un intelectual es una persona que ha descubierto que hay algo más interesante que el sexo.
Finalmente deja de buscar. Creía que aparecería con el libro de Platón, pero lo que me muestra es Los intelectuales y el fin del socialismo de Rorty.
– Max Aub veía al intelectual como alguien para quien el problema político es un problema moral.
– Leo Strauss dice algo parecido -le comento yo.
– Mira… sea la que sea la realidad política, no hay nada más tranquilizador que poder analizarla desde un punto de vista moral. Ni nada más necesario para que haya política. Cuando Richard Rorty -pasa las páginas del libro sin dar con lo que busca-… Bueno…. en alguna parte Rorty se pregunta si los intelectuales de izquierda estaban más interesados en aliviar la miseria o en crear un mundo en el que los intelectuales fueran los guardianes del bienestar público. No parece darse cuenta de que para aliviar la miseria más radical alguien de confianza debe ocuparse de hacer de guardián del bienestar público.
– Que según ti vendría a ser lo mismo…
– Poco importa lo que diga tal o cual intelectual. Lo que importa es la fe con que lo diga. Toda convicción fuerte resulta persuasiva.
– O sea que, según tú, los intelectuales son los sacerdotes de los falsos ídolos necesarios para la vida en común.
– Eso es. Su misión viene a ser como la de los psiquiatras: impedir que nos detestemos por razones lógicas.
Le pago los cien euros. Mi psicoanalista se despide, como siempre. Me da la mano y me suelta una última sentencia: “Hay enfermedades lógicas que resultan políticamente terapéuticas”.