Maestro Pierre-Le Tan
«Le-Tan era el pintor literario por excelencia, “un Hergé para adultos” en la acertada definición de José Carlos Llop, uno de sus grandes amigos en España y uno de sus descubridores en nuestro país»
Creo que fueron las hermanas Brönte –pero tal vez fuera Jane Austen– las que afirmaron que para escribir una novela sólo se necesita una puerta entreabierta, es decir, una mirada rápida y furtiva que ilumine por un segundo la trama de la vida. La anécdota, digamos, que alcanza una vez tamizada por la sabiduría, el talento y la experiencia el rango de categoría. Pensaba en ello esta mañana, mientras llovía con furia y en casa sonaba el último movimiento de la Tercera Sinfonía de Mahler interpretada por el maestro holandés Bernard Haitink. Con noventa años, Haitink acaba de despedirse de la dirección orquestal este verano, en un histórico concierto que cierra de algún modo otra época más: una forma de entender la música, humilde y poco estridente, de contornos casi artesanales. Escucho a Mahler y pienso en las hermanas Brönte, aunque en realidad lo que hago es llorar la muerte del pintor francovietnamita Pierre Le-Tan, que acaba de fallecer a los sesenta y nueve años.
Le-Tan era el pintor literario por excelencia, “un Hergé para adultos” en la acertada definición de José Carlos Llop, uno de sus grandes amigos en España y uno de sus descubridores en nuestro país junto con Juan Manuel Bonet (ambos organizaron una gran exposición antológica en el Museo Reino Sofía en el año 2004, que comisarió el propio Llop) y con Miguel Sánchez-Ostiz. “En la obra de Le-Tan –anota el autor palmesano en el catálogo de la exposición–, literatura y arte están estrechamente unidos. Dibuja como escribiera; escribe como si dibujara. En sus libros el texto no es un apoyo al dibujo o un complemento, sino que uno y otro son anverso y reverso de lo mismo: una manera de entender la vida y de vivirla sub specie litterariae, entendiendo la literatura como una forma de la memoria. Y ésta teñida de la manera proustiana”. De fondo, un lugar y un tiempo que ya no existen, pero que nos sigue alumbrando al igual que el arte griego atraviesa con su aliento la historia de la civilización. La pintura de Le-Tan, sus miniaturas y sus portadas para el New Yorker, sus viñetas para Modiano o para Mauriès, sus composiciones de gabinete de coleccionista –con el Estambul de Pamuk en el recuerdo–; su amor por los jardines habitados, por la arquitectura racionalista, por las caracolas de mar y los peces, por los obeliscos romanos, por la niebla parisina, por los interiores burgueses; por las cartas anotadas, los viejos bares de copas, las pajaritas, los espejos, las boutiques y los sofás, los paquebotes y los puertos de mar, los faros de los coches y el rostro de los hombres; todo ello nos habla de un mundo que conocemos y no conocemos, de una pintura que es literatura pero que exige más literatura, como una puerta entreabierta, en efecto, que nos mostrase retazos de vida, testimonios memorables del milagro de la realidad. La memoria nos redime a todos. La memoria lo redime todo. Ese es el secreto de la literatura. Y también el de la pintura, secreta y desconocida, hermosa, triste y elegante, de Pierre Le-Tan.