Érase una vez la ficción
«Ellroy es huésped de otra época. Es un privilegiado que se pasea por la vida sin gadgets de esclava tecnología puntera. Desconoce el campo de concentración de internet y ya hace años que decidió tirar el televisor por la ventana de casa»
Llega la nueva de Ellroy. La segunda parte de su nuevo cuarteto de Los Ángeles. Llega nuevo tocho placentero del autodenominado Demon Dog de la novela negra norteamericana. Todavía está pendiente hincarle el diente, pero, teniendo en cuenta la grandeza de Perfidia, su primera parte, promete horas de delirante diversión. De momento nos contentamos con sus suculentas entrevistas de promoción. Cumple profesionalmente con su personaje de chucho con malas pulgas pero con un corazón menos tenebroso que el que se afana en enseñar a las cámaras. Ellroy es huésped de otra época. Es un privilegiado que se pasea por la vida sin gadgets de esclava tecnología puntera. Desconoce el campo de concentración de internet y ya hace años que decidió tirar el televisor por la ventana de casa. En todas sus entrevistas habla pestes de Chandler (mal) y maravillas de la última película (novena y grandiosa) de Tarantino (bien). No puedo estar más de acuerdo con el can de averno del thriller de quiosco cuando se quita el sombrero y enseña su calva al sol ante el postrero canto al cine tarantiniano.
Érase una vez en Hollywood es una demencial carta de amor y una maravillosa evocación de una infancia adicta a la televisión y al cine sin excesos antipáticos de glucosa. Le salva el humor, el desmadre y la más absoluta libertad sin filtro. El film es, como las novelas de Ellroy, la crónica fantaseada de un tiempo y una ciudad. Con sus cines, su música, sus coches largos y fiables como buques antiguos, sus hippies predispuestas, sus neones incitantes y la tragedia esperando al final de un infernal Cielo Drive. Pero (y ahí una de las genialidades de Érase… que seguramente ha fascinado al novelista) la ficción sirve también para vengar las trágicas putadas de la realidad en una catarsis sangrienta e ígnea que no tiene desperdicio y supone el impecable colofón lisérgico a tres horas de metraje. Larga vida a ese LA que ya sólo puede filmarse/escribirse desde el refugio de la nostalgia.