De bien nacidos (en América) es ser agradecidos (con España)
«Todo sea por proseguir el intercambio benéfico en que llevamos ya 527 años entre una y otra orilla del Atlántico»
Este verano viajé durante un par de semanas por Perú. (Como no soy eurocéntrico, aclaremos que en realidad lo que pasé allí fueron quince días de su agosteño invierno). Entre los múltiples dones que ese antiguo país me consintió, especial goce supuso compartir charlas y disquisiciones con no pocos colegas, profesores universitarios, acerca de todo lo divino y lo humano, así como lo semidivino y lo semihumano.
Una buena tarde limeña surgió entre nosotros la cuestión de si el rey de España debería pedir perdón por la conquista de América. El lector recordará que hará cosa de seis meses el presidente de México sugirió tal idea. “México desea que el Estado español admita su responsabilidad histórica por esas ofensas y ofrezca disculpas o resarcimientos políticos que convenga”, aseveraba la misiva que se remitió con tal fin a Felipe VI. La expedición encabezada en 1519 por Hernán Cortés “fue sin duda un acontecimiento fundacional de la actual nación mexicana, sí”, reconocía su mandatario, “pero tremendamente violento, doloroso y transgresor”. Por ello, sugería “realizar en 2021 una ceremonia conjunta al más alto nivel” en la cual el Reino de España expresara “de manera pública y oficial el reconocimiento de los agravios causados”. El propio Estado mexicano se ofrecía a pedir perdón él también por cualesquier daños que hubiera causado a los indígenas en los dos últimos siglos de independencia.
Mi experiencia es que, cuando se le plantea este tipo de cuestiones a mis compatriotas españoles, estos suelen optar entre dos posturas antagónicas. Por un lado, está el que acepta gustoso la culpa y la oferta de redención, apesadumbrado porque sus antepasados incurrieran en tan desagradables hechos como los achacados por el presidente mexicano. Por otro lado, está el que se niega a efectuar tal ejercicio para implorar el perdón de los americanos hoy vivos, por distintas razones.
Ahora bien, cuando mis agudos amigos peruanos me lanzaron la susodicha idea, decidí romper con esa disyuntiva. De hecho, opté por aceptar el envite y subir la apuesta: sí, el rey de España debería convocar una ceremonia con los dirigentes de los diecinueve países hispanoamericanos. Sí, en esa recepción nuestro monarca podría empezar reconociendo que matar indios estuvo mal; que algunas de las condiciones laborales en la América conquistada tampoco fueron exactamente loables; que hubo atropellos y abusos (los cuales, por cierto, ya empezaron a denunciar otros españoles en el propio siglo XVI, aunque por desgracia no se hiciera justicia a todos).
Sin embargo, tras inaugurar así la jornada conmemorativa, debería empezar entonces una segunda parte del evento. Durante ella, y en aras de un ponderado balance de todo lo que la conquista del Nuevo Mundo significó, correspondería el turno de palabra a los diecinueve mandatarios hispanoamericanos, con miras a que fueran agradeciendo a Felipe VI todo lo bueno que España llevó hasta América.
Se trataría sin duda de un acto de varias horas, en que cada líder iría recitando ante el rey todos los avances civilizacionales que nuestra nación les fue llevando: “Gracias, Majestad, por traer la escritura a todos aquellos parajes nuestros donde esta aún no existía; gracias por las universidades” (aquí se irían citando una por una, para evitar agravios; con especial reconocimiento a las siete que España fundó en América antes de 1600, mientras países como Inglaterra, Suiza o Portugal solo contaban con tres cada uno —Holanda y Austria con solo dos—)”.
“Gracias, oh rey, por Séneca. Por Quintiliano. Por toda la inmensa riqueza de la cultura grecolatina, que sin duda compensa con creces cualquier cargamento de vil metal que desde nuestras costas zarpara hasta las de vuestra península. Gracias también por el legado de otra de las grandes civilizaciones de la Historia, la judeocristiana: su música, su arte, su literatura”. (La cuestión de la fe se podría dejar durante esta magna ceremonia provisionalmente de lado, para evitar contiendas entre partidarios de la virgen de Guadalupe y de la Pachamama, entre ateos y religiosos, entre confesionales y secularistas).
“Gracias, señor Felipe VI, por la ciencia, que arribó aquí de manos de los vuestros. Gracias por José Celestino Mutis, por el vacunador Balmis (que tantas vidas salvara), por los hospitales de Fray Bernardino Álvarez, por la geografía de Francisco de Garay y Diego de Rivero: ¡hasta la llegada de estos cartógrafos ni una sola figura teníamos de nuestras propias tierras!”.
“Gracias por las gallinas, por el trigo, por el café, por los caballos. Gracias por tantos instrumentos técnicos que no podemos siquiera soñar en enumerarlos. Cierto es que os dimos a cambio también oro y plata, así como patatas y tomates”. (El tabaco, por sus efectos nocivos para la salud, quedaría sin ser mencionado).
“Gracias por el chaqué con que vestimos hoy, que no es exactamente un invento inca ni azteca; gracias por haber iniciado la globalización que hoy nos da internet, los artículos de The Objective y bibliotecas electrónicas inmensas; ninguno de nosotros podría comprender ya su vida sin todos esos avances, así que gracias. Gracias por el avión en que hemos venido hasta aquí, por el hotel en que nos alojamos y por la electricidad que ilumina esta sala; todo son cosas que disfrutamos debido a nuestro contacto con los vuestros, y que es poco plausible suponer que en estos quinientos años nuestros pueblos hubieran desarrollado aislados”.
Este artículo podría prolongarse largo y tendido detallando todos los bienes de nuestra civilización que llegaron a América gracias a los enviados por el rey de España; así que imaginemos la de horas que duraría con tantos países esta acción de gracias que propongo. Sería algo hermoso. Es bonito agradecer.
A mis amigos peruanos, de hecho, les resultó muy divertida esta idea mía cuando se la expuse allá este verano (o invierno para ellos, que no quiero ser eurocéntrico). Se rieron y me lanzaron un nuevo desafío: “¿Has escrito esas cosas? ¡Cómo nos gustaría ver que las dejas redactadas!”. Y bien, aquí está lo que me pidieron, como humilde pago por mi parte a los deliciosos días y no menos jacarandosas noches que tuvieron la generosidad, añorados colegas americanos, de otorgarme. Todo sea por proseguir el intercambio benéfico en que llevamos ya 527 años entre una y otra orilla del Atlántico.