Novelerías
«Se quejan los editores de que en España apenas se lee ensayo y poesía. Lo raro es que, poniéndoselo tan difícil, los adultos sigan leyendo novelas»
Es borrosa la linde que separa la novela del chismorreo. Poca diferencia hay, de hecho, entre quien se lee de pe a pa los mamotretos de Jonathan Franzen y el cotilla que observa a sus vecinos por el ventanuco del retrete. ¿Que la marquesa salió a las cinco sin su marido, que es administrador concursal, y se ha fugado con un médico practicante? Muy bien. ¿Y a mí qué me importa?
Célebre es la orteguería que establece una edad límite para leer novelas (los cuarenta años, creo recordar), así que nada nuevo decimos al afirmar que ciertas actitudes noveleras nacen del infantilismo. Lo inaudito es que hoy el bovarismo constituya una suerte de preceptiva ética. ¿Cabe imaginar peor campaña de fomento de la lectura que la jeremiada constante? Dedique usted las tardes a embaularse folletines, si así lo desea, o huelgue como le venga en gana. Pero no lea la cartilla a sus deudos, so pretexto de interesarse por su edificación, porque prefieran pasarse la tarde con una película de vaqueros, haciendo spinning o jugando al FIFA.
Algunos de los mejores libros que he leído ese año son novelas: Las mutaciones, Oriente, Claus y Lucas, Lluvia fina, Tres maneras de inducir un coma, Pájaros que se quedan, Christopher Homm… Todas me han interpelado, no por su afán de gallofa y cotilleo, sino por su tentativa de inquirir la naturaleza humana en cada una de sus páginas. Pero hacer de la lectura de novelas una estrategia de mejora personal es tan estúpido como, pongamos, cargar a El guardián entre el centeno los crímenes de Chapman y de Manson, por ir al otro extremo.
También huelen a chamusquina los elogios manufacturados que algunas novelas a la moda suelen suscitar. Los teólogos medievales denominaron pericóresis a la identidad entre los miembros de la Trinidad, y su equivalente latino, circumincesión, remite etimológicamente a sentarse en torno a algo: circum insidere. ¿No diríamos que gran parte de los lectores –pericoréticos, circumimcedados– se arrebujan en torno a la misma lumbre, con la misma actitud candorosa y boyal, y escuchan la misma historia? Un ontólogo hablaría de unión hipostática: piensan igual, se expresan igual, dicen lo mismo. Afirmaba Francesca Serra en Las buenas chicas no leen libros (Península) que la estampa de la lectora voraz y la de la consumidora compulsiva son el haz y el envés de la misma moneda. Conque, si la industria cultural fabrica en serie un tipo de lector indistinguible del resto, no es la gente sin cultura la que debiera preocuparnos, sino la deformada, enranciada y embastecida por ella. ¿O no?
Súmese a ello lo que, a falta de un término mejor, podríamos definir como la Tasa Tóibin. Se trata del gravoso peaje, compuesto de chatarra ideológica, que es preceptivo pagar cuando se sigue a ciertos juntaletras. Aunque hay mil ejemplos de buena literatura a la que cabe retirar la hojarasca política, un servidor ha acuñado este término pensando en Colm Tóibin, como es de suponer, y sus despistados juicios sobre el conflicto catalán. A quién no se le han ido las ganas de leer a tal autor o autora después de topar con una entrevista suya.
Se quejan los editores de que en España apenas se lee ensayo y poesía. Lo raro es que, poniéndoselo tan difícil, los adultos sigan leyendo novelas.