Sin nada que decir
Sin una determinada imaginación dirigida hacia la excelencia y tamizada por la experiencia del pasado, es difícil que el hombre trascienda las limitaciones de su propio tiempo
En su cuenta de Twitter, el profesor de Literatura Diego Ardura enlazaba un interesante artículo sobre el nuevo corte divisorio que se ha abierto entre los defensores del canon literario y los partidarios de que los jóvenes seleccionen libremente sus lecturas para el colegio. Se diría que el contexto social y cultural de nuestros días, definido por el eclipse de la palabra frente al prestigio de lo visual, actúa como motor de arranque en un debate de muy difícil solución. ¿Qué hacer cuando los estudiantes sencillamente no leen –no, desde luego, lo suficiente– con el consiguiente empobrecimiento de su vocabulario y de su imaginación? ¿Cómo pensar con precisión y brillantez si carecemos de las herramientas y del depósito cultural necesarios para ello? ¿Son Stevenson y Conrad, Jack London y Astrid Lindgren, Dickens y Baroja objetos de lujo en el museo de la literatura, es decir, sólo plenamente accesibles para una pequeña minoría? Más aún, ¿tienen alguna importancia estos autores fuera de las galerías de ese museo? ¿Y sus voces nos siguen apelando como fuentes de verdad permanente?
En realidad, parafraseando a Allan Bloom, el canon literario –él hablaba propiamente del humanismo– “está ahora en decadencia, no por falta de apoyo, sino por falta de algo que decir”. De algo importante, se entiende. Y esa es una cuestión tanto ideológica –pensamos que sus respuestas corresponden a problemas de otra época– como instrumental –carecemos de las habilidades lingüísticas y de los referentes culturales indispensables para que se entren en nuestras vidas y nos apelen íntimamente–. Pero, por otra parte, ¿no ha sido siempre así? Dicho de otro modo, ¿por qué Platón o Aristóteles, Virgilio o Cicerón podían ser actuales para Agustín de Hipona, Dante, Montaigne o Pascal y no para nosotros? La respuesta se encuentra en el hábito, pero sobre todo en las emociones.
Sin una determinada imaginación dirigida hacia la excelencia y tamizada por la experiencia del pasado, es difícil que el hombre trascienda las limitaciones de su propio tiempo. Para ver más lejos hay que saber hablar idiomas que ya no compartimos, aunque se refieran al común acontecer de nuestra condición humana. Nada hay más irreducible a las ideologías o a la tiranía moralista que los clásicos. Leerlos nos pone a prueba de un modo en que difícilmente lo haría ningún otro libro. Leerlos nos exige cultivar la atención y mirar desde abajo a los gigantes del pensamiento, no para empequeñecernos sino para crecer con ellos. Agarrarnos al mástil del canon sabiendo que ninguna época escapa a su locura y también que todo momento cuenta con una luz heredada que haríamos mal en apagar. Lo cual no supone despreciar la modernidad, sino darle su peso justo. Conscientes de que todos tenemos a mano nuestro tiempo, pero que sólo con esfuerzo se obtienen los tesoros del pasado.