Creer para ver
«Decimos vivir en la era de la posverdad, pero si algo condiciona nuestra existencia es la preverdad»
El prejuicio es lo primero que nos pierde. Y lo último que se pierde, a veces. Por eso conviene sacudírselos como si fueran arena de playa, para evitar heridas, salvo que sea usted de esos afortunados ciudadanos que albergan los prejuicios correctos, capaces también de distinguir la corrupción buena de la mala. Se trata de prejuicios nuevos, bendecidos por las redes sociales, que vienen a enmendar los antiguos con sus mismas armas: un conocimiento vago. A diferencia de los prejuicios tradicionales, generalmente desfavorables, son opiniones previas tenazmente positivas, a saber: toda mujer es superior, todo periodista íntegro, todo votante de izquierdas Teresa de Calcuta y todo conservador el Cid Campeador.
Los revisionistas del prejuicio del periodista sin escrúpulos no se conforman, por ejemplo, con que seamos buenas personas como mandaba Kapuscinski, sino que nos imaginan embutidos en las mallas de Batman, siempre de guardia por si la democracia envía madrugadoras señales de auxilio, mientras citamos el Quijote o a Eurípides, a la manera anfetamínica de Sorkin en “The Newsroom”. Según ellos, solo existiría en el universo algo más perfecto que un periodista: una periodista. Mujeres irreprochables a un paso de la canonización –verán cuando se lo cuente a mi madre–, amazonas de la verdad con mayúsculas cuyo cinturón de castidad es el código deontológico –verán cuando se lo diga a mi marido–. Sirva de consuelo a las estudiantes de ciencias de la información que, a falta de poder ganarse la vida con el periodismo, podrán ganarse el cielo.
Así la cosa, desconozco en qué planeta ignoto se habrá inspirado Clint Eastwood para incluir en su última película, Richard Jewell, la trama de una periodista que se encama con su fuente. ¿Acaso no se ha enterado de que las periodistas solo nos acostamos con la objetividad, que no conocemos la ambición ni la envidia, que en las redacciones nos cogemos de las manos y rezamos el Pulitzer nuestro de cada día? Ruego le hagan llegar al director un libro de prejuicios actualizados para su próxima película.
Jacinto Benavente escribió que el mal de España no es la falta de libertades en su Constitución ni en sus leyes, sino nuestra intolerancia con todo lo que no se ajusta a nuestro modo de pensar y sentir: “Es que en cada español hay un tiranuelo, un inquisidorcillo, que quisiera imponer en todo su criterio, desde la gobernación del Estado hasta la más inofensiva costumbre”. Y Kant anotó que ni las revoluciones logran un verdadero cambio en la manera de pensar, “sino que nuevos prejuicios, en lugar de los antiguos, sirven de riendas para una muchedumbre carente de pensamiento”.
Decimos vivir en la era de la posverdad, pero si algo condiciona nuestra existencia es la preverdad. Más que ver para creer, hoy se cree para ver. Los Mitch Buchannon de la corrección, con su flotador para ofendidos, se han lanzado a la carrera de exigir a los autores obras acordes con sus prejuicios Disney, los prejuicios de quienes creen no tener prejuicios, confundiendo valores estéticos y morales, otro prejuicio, y obviando que las moralejas no se imponen, se deducen, si es que las hay. Será que, como Lenin, también entienden la libertad como un prejuicio burgués.