La fiesta mayor de los ingenuos
«Dicen que es autónomo quien no depende de nadie, pero bien pudiera ser que la autonomía dependa de un tropiezo que nos ponga, de repente, de rodillas»
La Navidad es la fiesta mayor de los ingenuos. Ellos son los que mejor saben arrodillar su inteligencia ante un recién nacido y mostrar espontáneamente su alegría, que es la llave de acceso a una verdad con frecuencia inaccesible al sofisticado.
Todo comienza burocráticamente, haciendo cola frente a una ventanilla. Según Lucas, “José subió a la ciudad de David, que se llama Belén, a censar con María, que estaba comprometida con él y estaba encinta. Pero cuando ya llegaban, se completaron los días en que ella había de dar a luz, y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió y lo puso en un pesebre, dado que no había para ellos ningún sitio en la katályma”. No está muy claro el significado de esta palabra, pero Lucas vuelve a utilizarla para nombrar el lugar donde Jesús celebró su última cena.
“Había unos pastores en aquella región que dormían al raso y hacían guardia por turnos durante la noche sobre su rebaño. Y de repente el ángel del Señor se les presentó y la gloria los envolvió de claridad, pero se asustaron con gran temor. El ángel les dijo: No temáis. Os anuncio una buena noticia, una gran alegría (…): os ha nacido hoy un salvador, el Mesías, el Señor, en la ciudad de David. (…) Encontraréis un niño, envuelto, en un pesebre. De repente (exaiphnês), se unió al ángel una multitud del ejército del cielo, que alababan a Dios y decían: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz entre los hombres en quienes él se complace”.
En un instante lo previsible se retiró ante lo insospechado. Lucas vuelve a emplear el adverbio griego exaiphnês en los Hechos de los apóstoles: “Ya se acercaba a Damasco cuando de repente (exaipnês) le cercó de resplandor una luz del cielo. Y cayendo en tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo ¿Por qué me persigues? y él respondió: ¿Quién eres tú, Señor?”
Ante lo inesperado, unos se levantan y otros caen. Es lógico que sea así, ya que sólo lo que nos desvía de la rutina nos permite un nuevo comienzo. Es exactamente esto lo que representa la Navidad: la posibilidad, contra toda previsibilidad, de nacer de nuevo.
El adverbio exaiphnês ocupa un lugar muy importante en el Banquete de Platón, donde unos amigos discuten educadamente sobre el amor. Cada invitado hace un hermoso discurso y cada discurso parece insuperable. Pero solo una persona es capaz de mostrarnos lo que tiene el amor de imprevisible. Se ha presentado inesperadamente (exaiphnês), borracho, interrumpiendo la reunión. Y de repente (exaiphnês) ve entre los presentes a su amado y en el encuentro fortuito con su mirada, se siente vulnerable y torpe. No consigue estar a la altura de las aspiraciones que esa mirada proyecta sobre él. Los otros han teorizado reglamentariamente sobre el amor, pero el borracho, rompiendo el protocolo, hace visible, a la vez, a la concreta persona amada y su específico desvalimiento.
El exaíphnês, dice en otro lugar Platón, es el momento del cambio, el instante en que algo deja de ser lo que era para pasar a ser otra cosa. Se encuentra justo entre el movimiento y el reposo sin pertenecer exactamente ni a uno ni a otro, como si no se encontrase en ningún tiempo. Es el tiempo sin tiempo. Por eso, para algunos neoplatónicos tardíos el “exaiphnês” es precisamente lo eterno en el tiempo. Este me parece a mí que es el mensaje del exaiphnês evangélico: hay una promesa de eternidad en nuestro amor por lo que la muerte ha tocado.
Hay otro exaiphnês en los Evangelios. Se encuentra en Marcos: “Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa; si al anochecer, o a la medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana; para que cuando venga de repente, no os halle durmiendo”.
Sigamos con la natividad. Mateo cuenta que, de manera imprevista, llegaron también unos magos a Jerusalén en tiempos de Herodes preguntando por el rey de los judíos, que acababa de nacer. Una estrella los condujo a esta ciudad desde el Oriente. Tras permanecer allí un tiempo, reanudaron su viaje “y la estrella iba delante de ellos, hasta que se detuvo sobre donde estaba el niño. Y al entrar en la casa (oikía), vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron, y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra».
Los evangelios apócrifos recogen algún detalle más sobre los reyes magos de la tradición oral.
El Protoevangelio de Santiago asegura que los magos le contaron a Herodes que habían visto en Oriente “una estrella muy grande que brillaba entre las otras estrellas y las eclipsaba, haciéndolas desaparecer”. Pero sólo era visible a la intemperie. En Jerusalén se oculta. Al abandonar la ciudad y sus palacios, “volvió de nuevo a guiarlos hasta que llegaron a la cueva (spelaion) y se puso sobre ella. Entonces los magos vieron al niño con su madre, María, y sacaron los dones de sus cofres”.
Según el Evangelio del Pseudo-Mateo, los magos llegaron a Jerusalén cuando el niño Jesús ya tenía dos años. Al desaparecer la estrella en la ciudad, tuvieron que orientarse preguntando: “¿Dónde está el rey que os ha nacido?” Es decir, ¿cómo se va a la intemperie? Cuando se pusieron de nuevo en camino, “brilló de nuevo la estrella y al verla, se llenaron de gozo. Iba delante de ellos, sirviéndoles de guía hasta que llegaron al lugar donde se encontraba el niño, una casa (domus) donde lo encontraron sentado en el regazo de su madre”.
En el Liber de Infantia Salvatori es José quien ve llegar a los magos desde lejos y sale a su encuentro. Sospecha que son adivinos (augures), porque observan todo con interés y discuten entre ellos el sentido de lo que ven. Cuando se acercan a la cueva (spelunca), José les pregunta: “¿Quiénes sois?” Le contestaron que la estrella que iba delante de ellos había entrado en la cueva.
Finalmente, el Evangelio armenio de la infancia nos da los nombres de los magos. “Eran tres hermanos: Melk, el primero, que reinaba sobre los persas, después, Baltasar, que reinaba sobre los indios, y el tercero, Gaspar, que tenía en posesión el país de los árabes”.
Moraleja: dicen que es autónomo quien no depende de nadie, pero bien pudiera ser que la autonomía dependa de un tropiezo que nos ponga, de repente, de rodillas. Porque es en esta posición donde nos damos cuenta que todos seguimos una estrella, pero que no es fácil ni ser conscientes de la estrella que seguimos, ni seguirla con alegría. Parece, además, que las luces de la ciudad tienden a ocultarla.