Lo que le debo a mi pueblo
«Hoy me enorgullece ver que la solidaridad intergeneracional, eterna invisible en los frenéticos ritmos cosmopolitas, es uno de los pilares permiten a mi pueblo seguir en pie»
Quizá hoy más que nunca retomar la imagen que, a 6.000 millones de kilómetros, tomó la sonda espacial Voyager 1 de la Tierra en 1990 resulte tan vertiginoso como necesario. Qué insignificantes resultan nuestros problemas cotidianos de la gran ciudad si recordamos lo que aquella fotografía nos devolvió: un punto azul pálido a duras penas reconocible en medio de la inmensidad. Probablemente no sea necesario catapultar nuestro cerebro al espacio para comprender lo ridículo de nuestro ombliguismo: a mí me basta con pensar en mi pueblo.
En Torrijo de la Cañada, sentada en la silla que mi padre subió al granero con vistas a las montañas, escribí En el vientre de la yihad. Allí vuelvo, (que no voy) con el orgullo de quien sabe que pisa tierra firme. Despoblada quizá, pero firme. Hoy viven algo más de doscientas personas donde hace exactamente un siglo lo hacían 1.700. Más de 200 pueblos aragoneses no alcanzan los 101 habitantes, y muchos no llegan a la ratio que la Diputación General de Aragón fijó como necesaria para mantener abierta una escuela: tres niños. La del mío, sin ir más lejos, cerró sus puertas hace más de seis años.
Mientras yo escribía, sentado en el sofá con ojos de búho esperaba mi abuelo, que no acababa de entender lo que hacía con el ordenador en el granero. Él lo llamaba ‘piano’ y murió sin que yo tuviera la ocasión de decirle que seguramente lo que él hizo por su pueblo con su carpintería tuvo más repercusión -y desde luego, más mérito- que todo lo que yo podría hacer detrás de esa maldita pantalla.
Plegarse a las máquinas para manufacturar puertas, muebles y ataúdes tenía un precio. Mi abuelo no oía nada por éste, decía siempre señalándose una oreja gigante, la derecha. Y por este otro, poco, o nada, señalándose la izquierda. Enviudó, joven, y tuvo que dejar atrás su aldea para mudarse a la ciudad con mi madre, que apenas tenía 18 años. Dejó su oficio con un tímpano en el que, decía, a veces creía estar oyendo roerse entre sus manos los kilos de madera mimados durante su juventud. Agarró los trozos de vida que creía necesarios para comenzar una nueva, y dejó su pueblo atrás. Por aquel entonces, ese acto heroico -abandonar su taller, sus máquinas, su techo y las únicas callejuelas en las que había transitado en sus cuarenta y cinco años para que su hija tuviese un futuro en la ciudad- no era tarea fácil.
Contrariamente a lo que sucede hoy, el que abandonaba lo rural se llevaba consigo una suerte de vergüenza. Eran otros tiempos, dice siempre mi madre.
Hoy miro atrás y compruebo que la auténtica materia prima necesaria para que una comunidad avance, siempre la he encontrado allí, a orillas del río Manubles, que por sí solo representa la supervivencia de un pueblo. En un mundo competitivo, en el que la batalla la gana el que menos escrúpulos tiene a la hora de arañar al débil, confiar ciegamente en quien nos rodea es una declaración de amor en toda regla. Mi abuelo solía decir que yo era buena porque le acariciaba la cara con los nudillos y le secaba la baba con una servilleta de la cocina. Él era muy presumido y a mí me encantaba ayudarle a sentirse más digno. Quienes nos veían en un parque, o cruzando el puente del pueblo pensaban que estábamos enamorados. Hoy me enorgullece ver que la solidaridad intergeneracional, eterna invisible en los frenéticos ritmos cosmopolitas, es uno de los pilares permiten a mi pueblo seguir en pie, con la honra de quien sabe que estuvo a punto de quedarse en el camino.
No hace tanto, un anciano que visitaba la aldea salió a caminar de buena mañana y no regresó a la hora de comer. Florencio, el alguacil, pregonó su desaparición y todo mi pueblo se volcó en encontrar a aquel hombre como si se tratase del abuelo de cada uno de nosotros. Hombres y mujeres subieron a lo alto de la colina, hasta el castillo medieval, recorrieron los cientos de antiguas bodegas que coronan la ladera, preguntaron en la casa rural, en la tienda, conscientes de que aquella era su tarea como anfitriones. Aquel pobre hombre apareció desorientado esa misma noche a 13 kilómetros, en el pueblo de al lado. Entonces, y solo entonces, Torrijo siguió con su vida.
Sucedió algo parecido cuando años más tarde el pueblo tuvo noticia del impacto medioambiental en el río de una explotación minera en un municipio cercano. Con el agua por las rodillas, los torrijanos formaron una cadena humana para dejar claro que el río era un habitante más. Vaya si lo era. Había vivido la guerra de los dos Pedros y alimentado a generaciones enteras regando cosechas. A él, con sus cestos, bajaban a lavar la ropa las abuelas de nuestras abuelas y en sus aguas me bañé de niña con mis hermanos y amigos cuando la piscina municipal se veía como algo inalcanzable. Nadie tenía dudas: asfixiando el río se amputaría la historia de sus gentes. Aquel muro humano demostró que en primera línea de las batallas rurales están las espadas de una diáspora invencible: los hijos y los nietos de los que cuidan la aldea los 365 días, organizados en torno a los colectivos que hoy transmiten a los suyos el respeto por lo rural.
Estas hazañas apenas ocupan portadas. Quizá porque rara vez son los pueblos los que terminan ganándolas. Pero lo cierto es que se pelean con la fuerza de la lógica: si no hay agua, no hay vida.
Creo que eso es lo que más admiro del mío, de mi pueblo. Que sirve de espejo de la importancia de lo material frente a lo volátil de una sociedad cada vez más centrada en aparentar lo que tiene y en esconder lo que necesita.
Una noche me crucé con el anciano que vive en la última casa del pueblo, rozando el camino al cementerio. Yo bajaba de la colina, captando la última tregua de cobertura con el brazo en alza. Él regresaba a casa. El sendero apenas se vislumbraba y el hombre había dejado las luces de su casa encendidas para alcanzar a ver el camino de vuelta. “Ya llevo un tiempo así. Voy a pedir que me pongan una farola un poco más cerca de casa”, me dijo esperanzado mientras desaparecía en la oscuridad. Yo me sentí estúpida con aquel móvil en la mano.
Hipnotizada con los surcos que dejaba en aquella estampa el humo de las chimeneas, bajé las últimas cuestas hasta casa. Pasé por delante de dos mujeres que, abrigadas y sentadas en dos cajones de fruta, mataban el tiempo. Estiré la oreja. “Hay que ver, qué bonito es este pueblo. Yo ya se lo he dicho a mis hijos. Quiero morir aquí”. Finalmente, el iphone sí iba a servir para algo. Abrí Notas y apunté: “¿Hay algo más bonito que saber dónde uno quiere terminar su vida?”.