Nuestros hijos
«Que una ministra pretenda explicarnos ahora que los hijos no son propiedad de los padres causaría sonrojo si no fuera porque sus palabras hacen patente otro trasfondo: pensar que los niños pertenecen en exclusiva al gobierno providente»
«En ausencia del apoyo de la vida comunal, la vida familiar ha de soportar demasiadas presiones que la alejan de su plena realización», escribe el profesor Patrick J. Deneen en ¿Por qué ha fracasado el liberalismo? Conviene leer estas palabras en relación con la reciente polémica suscitada por la ministra Celaá con sus desafortunadas declaraciones. Si la condición más íntima del hombre radica en primer lugar en su condición de hijo y, por tanto, en su naturaleza frágil y necesitada, resulta lógico pensar que la transmisión cultural se dé precisamente dentro del núcleo familiar. Es en la familia, por ejemplo, donde se aprende que el amor nos precede siempre y que en ese diálogo de amores dispares se forma nuestra personalidad. Y es la familia la que nos muestra con su ejemplo la sutil disciplina de la libertad, inseparable del sentimiento de pertenencia. Igual que no hay libertad fuera de la ley, tampoco es posible aislada en una probeta ideológica al margen de los demás. La libertad no es una abstracción, ni un torbellino de deseos incontrolados frente a un mundo neutral, sino la respuesta cotidiana a los dilemas y a los conflictos sin solución. Parece increíble tener que argumentar estas cosas hoy, como si fuera posible algún modelo familiar que no pase por la lealtad compartida y la confianza mutua: los padres que cuidan de sus hijos y los hijos que ensayan los límites de los padres, los hermanos que se pelean y se quieren a la vez, los abuelos que entregan su tiempo sin pedir nada a cambio, los primos que juegan cualquier noche de verano en la calle o junto al mar y se adentran juntos en ese misterio insondable que es la vida.
Que una ministra pretenda explicarnos ahora que los hijos no son propiedad de los padres –algo obvio, por otra parte- causaría sonrojo si no fuera porque sus palabras hacen patente otro trasfondo: pensar que los niños pertenecen en exclusiva al gobierno providente, al Estado protector que vela por la corrección de nuestras ideas. Porque, si dinamitamos el margen de la conciencia propio de las familias, lo que nos queda es algo muy parecido al pensamiento único, según el cual sólo la verdad –mi verdad ideológica, se entiende– tiene derecho a expresarse. Tan absurdo resulta afirmar que los hijos son propiedad de los padres como negar la importancia del vínculo familiar. Las instituciones de copertenencia y de cooperación refuerzan la sociedad, no la debilitan. Enfrentar estas distintas instancias, inoculando el virus de la desconfianza, sólo puede avivar un rencor malsano y profundizar una terrible brecha cultural que terminará, me temo, beneficiando a los extremismos.