THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

Cómo acabar de una vez por todas con las listas

«Hoy cualquier indocumentado hace listas de sus preferencias y las lanza al universo cual mensaje en una botella gracias a las facilidades que ofrece internet»

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Cómo acabar de una vez por todas con las listas

Ayer se entregaron los premios Goya del cine español en una ceremonia celebrada en Málaga que se puede contar de muchas maneras: en clave de teletipo informativo (el triunfo de Almodóvar) o de crónica rosa (los guapos y guapas de la velada y sus sastres), haciendo hincapié en el trasfondo político o en los valores cinematográficos, con frases subordinadas y palabras esdrújulas o por medio de simples listas: la lista de los vencedores, la de los perdedores, la de los ignorados, la de los ausentes, la de los discursos más aburridos, la de las meteduras de pata de los presentadores y la de quienes se colaron para chupar cámara (que en esta edición fueron multitud)…

Lo bueno de las listas es que resultan rápidas de hacer y aún más rápidas de leer, provocan de inmediato rechazos o adhesiones, pueden compartirse con facilidad en redes sociales y siempre cabe la posibilidad de corregirlas poniéndose un escalón por encima de quien las ha hecho. Este mes de diciembre pasado, sin ir más lejos, hemos sufrido tal empacho de tops dedicados a lo mejor del año o de los últimos diez años que hasta yo mismo, disculpen el spam, he publicado uno bastante currado con las canciones más representativas de la década. Para quienes sientan curiosidad, helo aquí

Volviendo a nuestro tema, el ser humano vive rodeado de listas desde que nace. El bautismo forma parte de la lista de los sacramentos y todo lo que la sociedad y los padres te prohíben desde pequeño se integra en la lista de los pecados capitales o de los diez mandamientos. Luego, durante los años de formación, te persiguen la lista de los reyes godos, la de los deberes del fin de semana y la de aprobados en los exámenes finales… cuando no la lista de la compra que tus progenitores te confían ese sábado al mediodía en que los acompañas de mala gana al centro comercial.

Tú, que hubieras preferido hacer prácticas de conducción con el carro del súper, te encuentras de repente convertido en garante del reaprovisionamiento familiar debidamente provisto de un boli y una cuartilla. De poco sirve tararear para tus adentros como gesto de desacuerdo esa simpática rumbita eléctrica titulada La lista de la compra que cantaban con asaz gracejo cañí La Cabra Mecánica y María Jiménez. Has caído víctima de las listas y ya eres uno más del sistema. Vete preparando porque después llegan la lista de espera y la del paro, la lista negra o, la peor de todas, la lista de invitados.

“¿Estás en la lista?”, te pregunta el gorila en la puerta de un club o un evento -véase una entrega de premios Goya- muy muy exclusivo. “¿No? Ya decía yo. Haz el favor de salir de la cola y despeja la puerta, que estás molestando”. Ahí es donde descubres que eres un pringado sin contactos y que tu acompañante no volverá a acudir a una cita contigo ni a atender el teléfono. Entonces es cuando se inicia, sin que tú lo pretendas, la lista de las chicas que te han roto el corazón.

Rob Gordon, el protagonista de la novela Alta fidelidad (Nick Hornby, 1995), es un treintañero británico dueño de una tienda de discos que pasa las horas muertas de su jornada laboral haciendo listas de 5 elementos con sus empleados frikis: las 5 grandes baladas de todos los tiempos, los 5 mejores elepés del año pasado… Hasta que su novia le deja y hace autoevaluación de sus (torpes) relaciones afectivas con la lista de las 5 exnovias que le hicieron “daño de verdad”. Quien no se identifique, que tire la primera piedra.

“Apúntale en la lista”, ordena el bravucón Willy Danaher a su escuchimizado ayudante cazurro cuando el forastero Sean Thornton se le adelanta al comprar unos terrenos que él pretendía agenciarse en las afueras del encantador pueblecito irlandés de Innisfree. En ese momento, todos los espectadores de El hombre tranquilo (John Ford, 1956) sabemos que figurar en dicha libreta no es un privilegio sino una grave amenaza. Pero la inquietud no dura mucho según avanza el relato costumbrista con que Ford homenajeaba la tierra de sus antepasados. 

Yo soy fan de las listas desde mucho antes de que se pusieran de moda en los círculos moderniquis o intelectuales. En mis tiempos felices de crítico de rock veneraba un libro, The Book of Rock Lists (1981), en el cual los periodistas estadounidenses Dave Marsh y Kevin Stein perpetraban todas las lecturas transversales posibles de la historia reciente de la música popular anglosajona. Cada lista era una clave para descubrir un artista ignoto, una versión insospechada, una conexión estilística inverosímil. 

En ese sentido exclusivamente cultureta de la obsesión recopilatoria, quien más en serio se ha tomado todo esto ha sido Umberto Eco, que llegó a dedicarle al tema una exposición monográfica en el Museo del Louvre (Mille e tre, 2009) y un ensayo bastante sesudo, El vértigo de las listas, en el cual, como explicaba en una entrevista concedida al semanario germano Der Spiegel, consideraba las listas como una parte indisociable “del origen de la cultura y de la historia del arte y la literatura”. “¿Qué es lo que quiere la cultura?”, se interrogaba el filósofo italiano. “Hacer que la infinitud sea comprensible y crear orden”, se respondía a sí mismo.

“Hay listas que tienen fines prácticos y son finitas; hay otras que pretenden sugerir grandezas innumerables y que nos transmiten el vértigo del infinito. La historia de la literatura es rica en listas, que a menudo son simples elencos escritos por el mero placer de la enumeración o por el afán de reunir elementos entre los que no existe relación específica, como en las enumeraciones caóticas”, trataba de explicar en su contraportada la edición española del libro por cortesía de Mondadori. Más tajante, el propio autor sentenciaba en las páginas interiores que hacer listas de cosas que parecen infinitas es “una forma de escapar de los pensamientos sobre la muerte. Nos gustan las listas porque no queremos morir”. ¡Toma ya!

Sin llegar a tal extremo, hoy cualquier indocumentado hace listas de sus preferencias y las lanza al universo cual mensaje en una botella gracias a las facilidades que ofrece internet. ¡Como si sus opiniones interesaran a alguien! Lo peor es lo previsible de los temas. Por ejemplo: “las mejores series de HBO de la década” o “los futbolistas que compondrían el once ideal de todos los tiempos”. Como en el periodismo languideciente, la única verdad es que tu lista sólo vale si alguien te ha pagado por hacerla. Si no, es lo que vulgarmente se llama “paja mental”. 

Sin ánimo de ponernos radicales, la mejor forma de no tomarse tan a pecho esta fijación un tanto freudiana es recurrir a Woody Allen en su famoso artículo The Metterling Lists, publicado en el New Yorker en 1969 e incluido en la recopilación de textos Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, en el que se burla de los estudios psicológicos sobre la personalidad de los grandes hombres a través de los datos más nimios. Enumerando y analizando las listas de la tintorería de un pensador centroeuropeo ficticio llamado Hans Metterling y su relación intrínseca con las distintas etapas de su obra, lo que Allen trata de mostrarnos es el ridículo de rizar el rizo y buscar explicaciones conductistas en unos molestos calzoncillos almidonados.

Por cierto, volviendo a los premios Goya, mi top 5 de los más merecidos es: 1) Marisol/Pepa Flores; 2) Julieta Serrano; 3) Antonio Banderas; 4) Benedicta Sánchez y 5) Amaia (aunque no compitiera). Pero a quién coño le importa…

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