La fascinación de occidente
«Son los asiáticos quienes han caído bajo el embrujo de Occidente y, más concretamente, los nipones que vienen por cientos a cocinar a Francia»
¡Qué putada, Kei! En el año de su consagración, cuando Michelin decide otorgar por primera vez tres estrellas a un chef japonés que oficia en Europa, la prensa nacional e internacional sólo habla del degradado restaurante de Paul Bocuse. Incluso después de muerto, el Emperador sigue reinando. Y eso que la empresa de neumáticos se las ha ingeniado para dar de qué hablar con motivo de la reciente presentación de la guía roja de Francia 2020. ¡Nada menos que tres nuevos establecimientos triestrellados!
Como bien ha señalado Óscar Caballero en La Vanguardia, “este es el bálsamo para cicatrizar la sonada defenestración del restaurante de Bocuse dos años después de su muerte”. Una degradación convenientemente filtrada a la prensa diez días antes de la aparición de la nueva biblia roja quizá para que el resquemor del sector no enturbiara la fiesta. O, en clave más maquiavélica, para tener dos bombazos informativos seguidos ligados a una misma publicación.
En cualquier caso, bienvenidos sean al Olimpo de la alta restauración planetaria Christopher Coutanceau, Glen Viel y Kei Kobayashi. Tres cocineros con storytelling suficiente para hacer olvidar la afrenta al difunto Chef de Chefs, de la cual ya hablamos en un artículo reciente que pueden repasar aquí.
Desde 2007, cuando fueron promocionados a la vez los parisinos Astrance, Meurice y Le Pré Catelan, la compañía de Clermont Ferrand no había ascendido a los altares en el mismo año a tres restaurantes del país vecino. Así que el gesto ya da para titulares. Y el trío protagonista justifica, además, cualquier reportaje culinario o de interés humano, con sus historias de superación, trasmisión y búsqueda de la excelencia. Valores humanistas y gremiales venerados tanto en la vieja Francia como en la nueva.
La historia de Coutanceau es la del hijo que vuelve al restaurante gastronómico familiar de La Rochelle tras formarse en grandes maisons y termina comprándoselo a sus padres -una práctica habitual en el sector- para reformarlo, actualizando su cocina atlántica mayormente ictiófaga (atención a su “sardina de la cabeza a la cola”) y consiguiendo en pocos años lo que soñaron durante décadas sus antecesores.
Por su parte, la de Viel va ligada a un casa legendaria de la Provenza interior, L’Ostau de Beaumanière, que ya ostentó los preciados tres macarrons entre 1954 y 1991, cuando este albergue-restaurante de lujo atraía hasta Les Baux de Provence a estrellas y aristócratas gracias al mimo absoluto de los detalles que había puesto en su proyecto postrero el ex banquero Raymond Thuillier. Desde aquella traumática bajada de puntuación, su sobrino nieto, Jean-André Charial, ha luchado estos últimos lustros por recuperar los blasones perdidos y lo ha conseguido al tercer intento, dejando libertad total al bretón Glen Viel, que se tomó como propio el difícil reto y lo apostó todo a unos platos campesinos y hortícolas tan simples y minimalistas como emocionantes.
Han pasado 29 años, pero se ha hecho por fin justicia, como en un western de John Ford. Y esa terquedad en recuperar con éxito el paraíso perdido -cuando ya nadie apostaba por ello- sólo la hemos visto recientemente, en las cocinas públicas galas, en los casos de Ducasse con el Louis XV monegasco y Anne-Sophie Pic con el restaurante familiar de Valence.
En cuanto a Kei Kobayashi, ¿qué mejor tema para un guión cinematográfico que el de un chaval nacido en un pueblo de la provincia nipona de Nagano e hijo de un cocinero kaiseki que decide romper con lo previsto para irse con 20 años a aprender el arte de los fogones galo? Nuestro hombre terminó recalando en el equipo de Ducasse, a las órdenes de quien estuvo 8 años hasta ascender a subchef del Plaza Athénée. Cuando decidió independizarse, la fortuna le sonrió como en una novela dickensiana: el venerable Gérard Besson se jubilaba y deseaba traspasar su local burguesón próximo a Les Halles. En apenas nueve años, y merced a platos tan armónicos y coloridos como el jardín de verduras crocantes con salmón y emulsión de rúcola, Kobayashi ha ingresado en la élite.
La parábola de Kei y su fascinación por Francia es la de muchos otros profesionales japos en periodo de formación que han terminado viniendo a aprender y ejercer el oficio a estos lares pero no elaboran sushi, sino cocina gala más o menos clásica. Parece como una revisión a la inversa de aquella fascinación por Oriente que cultivaron, durante la Ilustración y la era romántica, tantísimos literatos y artistas europeos, que viajaron hasta Asia deslumbrados por el exotismo y en busca de inspiración. Poetas, novelistas o pintores convertidos muy a su pesar en exploradores y que no veían en la diferencia de culturas una amenaza sino una oportunidad de enriquecimiento interior.
Chateaubriand fue de los primeros en lanzarse a recorrer el Mediterráneo oriental, desde Grecia hasta Túnez, para luego contarlo en un libro de vivencias. Muchos otros compatriotas le siguieron a lo largo del siglo XIX, envalentonados por la mejora de los transportes, buscando vivir en horizontes lejanos las más insólitas aventuras. Lamartine se fue a Beirut y Gérard de Nerval a El Cairo, en tanto que Gautier recaló en Constantinopla y Gustave Flaubert terminó en Jerusalén. Cada cual sacó partido de la experiencia a su manera, destacando quizá como la mejor obra influida por este embrujo orientalista el Salammbô (1862) de Flaubert.
Y la misma epidemia benigna atacó a algunos maestros del pincel, que hallaron en la acuarela la mejor herramienta para recorrer esos mundos fascinantes y plasmarlos al instante con toda su luz, misterio y colorido. Delacroix, Chassériau, Fromentin, Vernet o Ingres retrataron desiertos y medinas, mercaderes y odaliscas, contagiando la seducción de Oriente a varias generaciones en los albores del colonialismo.
Ahora, en cambio, son los asiáticos quienes han caído bajo el embrujo de Occidente y, más concretamente, los nipones que vienen por cientos a cocinar a Francia y se han dejado los palillos y los cuchillos de sashimi en su tierra natal. Y la fiebre no afecta sólo a los que vienen. Recorran el barrio más snob de Tokio, Daikanyama, y verán más cafés con croissants y macarrons que salones de té. Eso sí, aquellos que terminan estableciéndose en Francia aplican con admirable disciplina el culto nipón a los productos de temporada, las cocciones precisas y las combinaciones de sabores equilibradas. Y así les va de bien.
Además de nuestro amigo Kei, tomen nota de otros profesionales de ojos rasgados que se han convertido en notables ejecutores (y modernizadores) del boeuf bourguignon, el foie o los escargots a orillas del Sena: empezando por la parejita formada por Ryunosuke Naito y Kwen Liew (Pertinence, 7ème arrondissement) y siguiendo con Nobuyuki Akishige (Automne, 11ème), Takayuki Nameura (Montée, 14ème), Yoshiaki Ito (L’Archeste, 16ème), Keisuke Yamagishi (Étude, 16ème) o Hideki Nishi (Neige d’Eté, 15ème). Este último, por poner un ejemplo, se formó en templos culinarios como Taillevent o el George V antes de abrazar la bistronomie. Y el curriculum de los demás va en la misma línea.
Y la tendencia se extiende profusamente fuera de la ciudad de la luz, con más de una veintena de chefs nipones estrellados que están poniendo toda su sensibilidad sintoísta y su filosofía laboral kaizen en reivindicar las técnicas y la despensa gabachas: desde Takao Takano en el local que lleva su nombre en Lyon (2 estrellas Michelin) hasta Masafumi Hamano en el Au 14 Février de St-Amour-Bellevue (otros dos macarrons), pasando por Kunihisa Goto en L’Axel de Fontainebleau, Takashi Kinoshita en el Château de Courban o Kazuyuki Tanaka -¡el antiguo segundo de cocina de Regis Marcon!- en el Racine de Reims. Todos debidamente estrellados y todos brindando a su manera por la grandeur. Si Chateaubriand o Flaubert resucitaran, tal vez no entenderían nada.