No está mal para el hijo de un trapero
«Los más de cien años de Kirk Douglas en la tierra constituyeron una existencia fructífera y tan apasionada como apasionante»
“—Ahora que tienes éxito te has convertido en un hijo de puta”. “—Te equivocas, Hedda, siempre he sido un hijo de puta”. La réplica a manera de estocada del actor Kirk Douglas a la taimada y viperina periodista de cotilleos Hedda Hopper figura entre las más célebres del mundanal ruido de Hollywood. A la altura de los aldabonazos del rugiente Churchill o de aquella peligrosa advertencia ceceante del atrabiliario Valle Inclán que dedicaba a sus adversarios dialécticos, según la fantástica biografía que escribió Gómez de la Serna: “Vigile uzted su lengua, no vaya a pizárzela”. La escaramuza entre la gacetillera y el actor quedó reflejada en el film Trumbo, dirigido por Jay Roach y centrado en las vicisitudes del guionista Dalton Trumbo, el más brillante de los Diez de Hollywood, nombre con el que se conoció a los acusados por la Caza de Brujas macartista de pertenecer a peligrosas organizaciones comunistas. Tras su paso por prisión, Trumbo vivió como un apestado en una industria de pusilánimes. Sobrevivió como guionista mercenario y escondido tras una multitud de seudónimos. Cuando Kirk Douglas se embarcó en el proyecto de Espartaco pensó en él. La productora del actor, Bryna Company, había adquirido los derechos de un Best Seller firmado por el petulante marxista Howard Fast. Como director contaban con el joven Stanley Kubrick, que ya había trabajado con Douglas en Senderos de gloria. Para el guión pensó en Trumbo, por su rápida e inteligente escritura. Mantuvieron al guionista de tapado pero finalmente hubo que pensar en los créditos. Después de sopesarlo, Douglas decidió incluir el nombre real del guionista en la gran pantalla. Fue una postura valiente (y eficaz para la promoción de un film cuyo mensaje se sustentaba en la vindicación de las causas justas) que a la postre sirvió para que otros —como Otto Preminger en Éxodo— se saltaran la mezquina censura. De esta manera, Trumbo fue rehabilitado y pudo seguir trabajando a cara descubierta.
En la interesante y amena autobiografía El hijo del trapero, Douglas cuenta los pormenores del rodaje y cómo Kubrick quiso apropiarse de la autoría del guion. Una treta común de un director con un gran talento visual pero con escasos escrúpulos y más bien ágrafo.
Con guión de Trumbo, Douglas realizó una de sus mejores películas: Los valientes andan solos. Además, junto a El loco del pelo rojo y Espartaco, era el film preferido del actor. Afianzó su gusto por interpretar a personajes en permanente conflicto, volcánicos, atormentados, asociales o enfrentados con la sociedad que les ha tocado en suerte. Paralelamente, Douglas se granjeó fama de tipo difícil. Perteneciente a la hornada de actores que triunfaron en Hollywood tras la II Guerra Mundial (Burt Lancaster, Gregory Peck, Yul Brynner, Richard Widmark, o Tony Curtis), fue de los primeros en abandonar la esclavitud contractual de los grandes estudios. Le gustaba ir por libre y no evitaba el enfrentamiento con directores, productores, equipo de rodaje y otros actores. Dijo una vez su amigo Burt Lancaster (con el que, por otra parte, rodó notables filmes como Duelo de titantes, de John Sturges, o Siete días de mayo, de John Frankenheimer): “Kirk sería el primero en deciros que es un hombre muy difícil… Y yo el segundo”.
A su fama de conflictivo sumaba el de consumado seductor. Un verdadero pichabrava. La lista de sus amantes tendría las anchuras de un viejo listín telefónico. Pero para que el lector se haga una idea de su promiscuidad pertinaz (no consiguió serle fiel a ninguna de sus dos esposas) valgan unos cuantos nombres que aparecen en la citada autobiografía: Pier Angeli, Ann Sothern, Rita Hatworth, Gene Tierney, Joan Crawford y Faye Dunaway.
Pero el sexo omnímodo servía también para suplir las inseguridades del hijo del trapero. Nacido como Issur Danielovitch Demsky, creció en una familia judía de origen ruso en el barrio de Ámsterdam de Nueva York. Atrapado en un ambiente mísero, su máxima aspiración siempre fue largarse bien lejos. Lector voraz de poesía, con especial gusto por los románticos Byron, Shelley y Keats, consiguió entrar en la Universidad de St. Lawrence antes de estudiar en la Academia Norteamericana de Arte Dramático. Después de probar suerte en los escenarios, llegó la llamada de Hollywood. Gracias a la recomendación de su amiga Lauren Bacall, Douglas se hizo con el papel de marido/marioneta de Barbara Stanwyck en El extraño amor de Martha Ivers. En 1947, protagonizó junto a Robert Mitchum y bajo la dirección del maestro Jaques Tourner el clásico del género negro Retorno al pasado.
La consagración como actor de raza y carácter llegaría con El ídolo de barro (Mark Robson, 1949), historia de ascenso y caída ambientada en el mundo del boxeo. Con la década de los cincuenta y sesenta se sumarían títulos inolvidables que consolidaron a una de las grandes estrellas del Hollywood clásico. Un puñado de ejemplos: El gran carnaval, Brigada 21, Río de sangre, Cautivos del mal, Ulises, Veinte mil leguas de viaje submarino, La pradera sin ley, Los vikingos, Un extraño en mi vida, El último atardecer… Trabajó con grandes directores aunque era reacio a la teoría de autor formulada por los chicos de Cahiers. Para él, el cine era una labor de equipo. En cualquier caso, entre los directores con los que congenió y guarda un buen recuerdo se encuentran William Wyler, Billy Wilder, Vincente Minnelli, Howard Hawks, Richard Fleischer y Joseph L. Mankiewicz.
A pesar de que dejó escrito que “a veces pienso que mi vida es un guión de serie B. Nunca haría la película”, es innegable que los más de cien años de Douglas en la tierra constituyeron una existencia fructífera y tan apasionada como apasionante. No está mal para el hijo de un trapero.