Sobre el nacionalismo y la decadencia cultural
«El nacionalismo crea un sentimiento de pertenencia, como bien analizó Herder, pero también aspira a la dominación del ámbito público, al crear el “único” modelo al que puede aspirar el individuo-ideal de una determinada etnia o cultura»
En una entrevista recogida en un nuevo volumen de ensayos de Isaiah Berlin, Sobre el nacionalismo (Página Indómita), se plantea la cuestión de si existen dos modalidades de nacionalismo y se analiza aquel que representa a las naciones satisfechas que se convertirían en “un mundo pequeño”, con las “pasiones de la sangre y del suelo” superadas por un consumismo homogeneizante y los medios de comunicación masivos, constituyendo un nacionalismo de tipo no agresivo.
Berlin data el origen de esta idea en el pensamiento del influyente poeta y filósofo alemán Johann Gottfried Herder. “Herder prácticamente inventó la idea de pertenencia” (…) “La nostalgia, dijo Herder, era el más noble de todos los dolores. Ser humano significaría ser capaz de sentirse en casa en algún lugar, con los propios semejantes”, comenta Berlin. La idea de Herder es la idea de un nacionalismo no agresivo, sino pacífico y basado en la autodeterminación cultural. Autodeterminación cultural que, dice Berlin, en un momento dado puede prescindir de un marco político. Este nacionalismo tiende a imponerse en el plano social y consigue apropiarse del espacio publico gradualmente porque su carácter es excluyente. En palabras de Berlin, la tendencia histórica es “una autoafirmación aguda, a menudo agresiva, de parte de algunos grupos humanos”.
Berlin cree que la uniformidad puede acrecentarse bajo la presión de la tecnología; estableciendo una relación entre el uso de la tecnología, la uniformidad cultural y la exacerbación del nacionalismo. Es precisamente esta visión de la decadencia como alienación la que subyace en el nuevo libro (aún no publicado) de Ross Douthat, The Decadent Society; donde se aborda la decadencia de una era desafectada y su relación con la tecnología. La desconexión de un sentido de lo real y las vivencias de segundo orden, las cámaras de eco de las redes sociales, las tormentas de rumores, la importancia de la apariencia, el posmodernismo, el materialismo… son tendencias que marcan nuestra época en clave estética, unidas a la decadencia de la tecnología que fetichiza a las personas y hace de ellas ídolos u objetos de culto. Una representación perfecta de la convergencia entre el nacionalpopulismo y la degradación del mundo cultural es un tabloide británico, que representa la política de reality show, el escándalo y las obsesiones de una cultura hedonista. Como diría George Steiner, ”vivimos en una cultura que es, de manera creciente, una gruta eólica del chismorreo”.
El culto cuasi religioso que se crea alrededor de ciertas personalidades permite que acaparen espacios culturales y políticos, que su modelo de éxito o de belleza sea emulado. Es la cultura posmoderna de Trump, de las Kardashians. Es la era del gran culto a la personalidad; de la personificación de la decadencia de un político o artista por el culto a la personalidad y del ego. El término “estetización de la política”, acuñado por Walter Benjamin, hace referencia a estos acontecimientos y efectos en la articulación de la política, la estética y el uso de la tecnología. Mussolini creó, inspirado por el poeta Gabriele D’Annunzio, una nueva estética y una forma de expresión alineantee para sus masas de votantes, y Benjamin se refiere a este fenómeno diciendo que “el resultado lógico del fascismo es la introducción de la estética en la vida política”.
La idea de una identidad alineante también está presente en el nacionalismo, que excluye o invisibiliza al resto de identidades que no representan su ideario y estética. Berlin se refería a los “nacionalismos sin Estado” como aquellos que consiguen la autodeterminación cultural sin un marco politico y mencionaba al independentismo catalán como uno de los exponentes de este fenómeno. El nacionalismo sin Estado puede subsistir siempre que consiga monopolizar el espacio público; su subsistencia en el plano social legitima sus aspiraciones políticas. La principal conclusión que parece desprenderse de esta semejanza entre la estética cultural posmoderna y el nacionalismo es que implican una forma excluyente de percibir y entender la pluralidad del espacio público, giran en torno a un ideal excluyente.
El nacionalismo crea un sentimiento de pertenencia, como bien analizó Herder, pero también aspira a la dominación del ámbito público, al crear el “único” modelo al que puede aspirar el individuo-ideal de una determinada etnia o cultura. Puede utilizar como mecanismo de alineación cultural la lengua o como mecanismo de exclusión la politización de las instituciones. En este sentido, la “estetización de la política” nacionalista catalana es la contaminación del espacio público con lazos amarillos. Todo esto rechaza las condiciones generales de apertura, igualdad, pluralidad, Estado moderno y Estado de derecho que rigen la esfera de lo público. El nacionalismo crea una cultura hegemónica y elitista que enmascara las diferencias sociales y vincula a diferentes grupos en una sola persona o ideal político.
La sociedad se construye como un modus vivendi de cosmovisiones múltiples y no debería ser excluyente, sino un espacio en el que convergen diferencias y singularidades individuales. Esta degradación de lo público se ve retroalimentada por una cultura decadente que tiende a crear un culto a las personalidades que representan el ideal válido; es en este punto donde nacionalismo y decadencia cultural se encuentran y se retroalimentan. No debería sorprender a nadie que el ciudadano-consumidor de toda clase y condición social acabe votando líderes populistas y nacionalistas, no es la economía, es la cultura.