La extraña fascinación de lo canalla
«Al transmitir una visión idealizada de su bellaquería, hemos terminado casi blanqueando la imagen del canalla y restando peso al término»
El término canalla se ha puesto de moda hace algún tiempo. Y lo usamos, según la RAE, de forma inapropiada. Me lo recuerda amablemente en un tweet el bilbaíno @growtxo, aludiendo a un reciente comentario mío donde lo vinculaba a la gastronomía:
“1. Gente baja, ruin.
2. Perrería (muchedumbre de perros).
3. Persona despreciable y de malos procederes.
¿Qué es un restaurante canalla?”
No puedo quitarle la razón a mi anónimo remitente. Pero le debo, al menos, una explicación. Y me siento como Pepe Isbert en Bienvenido Mr. Marshall, subido al balcón municipal de Guadalix de la Sierra, diciendo aquello de que “esta explicación que os debo… os la voy a pagar».
Como uno duerme mejor cuando salda sus deudas, me pongo a pensar en el (mal) uso de dicha expresión, cuya etimología viene del italiano (canaglia, grupo de perros) y se remonta al latín (canis, perro). ¿Será eso que los lingüistas más puntillosos llaman un cognado o falso amigo? No parece. Quizá tiene más que ver con la extraña fascinación que provoca en el pueblo llano la figura épica del canalla y lo rotunda, sonora y evocadora que resulta la dichosa palabra.
“¡Es usted un canalla!”, parece una frase de heroína hollywoodiense de antaño, antes de rendirse lánguidamente al ímpetu lúbrico del villano. En aquella época del cine en blanco y negro donde se insultaba gravemente sin permitirse la licencia del tuteo, el miserable en cuestión podía tener la mirada magnética y la sonrisa burlona de Richard Widmark, Kirk Douglas, Burt Lancaster, Robert Mitchum, Alain Delon o Michael Caine.
Sabíamos que, a pesar de su porte apuesto, el individuo era un rufián de la peor catadura, peligroso y sin escrúpulos. Pero ese personaje de anti-héroe vil nos atraía, como haciendo realidad aquella célebre frase atribuida a Mae West: “cuando soy buena, soy muy buena; pero cuando soy mala, soy mejor”.
Como los malevos de los tangos de Discépolo o Aníbal Troilo o los pistoleros muertos retratados por Weegee, los granujas con estilo siempre han despertado la curiosidad de los artistas plásticos y los narradores de historias, llegando a gozar inexplicablemente del beneplácito del público. “Son esos tipos con los que te gustaría ir una noche de juerga pero que nunca te llevarías a casa”, escribió Hunter S. Thompson refiriéndose a los temibles Ángeles del Infierno.
Al transmitir una visión idealizada de su bellaquería, hemos terminado casi blanqueando la imagen del canalla y restando peso al término, que ha pasado a aplicarse a un vividor más o menos desalmado, públicamente reprensible pero íntimamente perdonable. Un sinvergüenza irredento cuyos numerosos pecados, suponemos cándidamente, han de ser mayormente veniales. Y no es verdad.
Bajo el título de Historia de un canalla publicó hace cuatro años Julia Navarro una novela en la que dedica 800 páginas a contar la vida de un ser intrínsecamente malvado. ¿Puede alguien disfrutar leyendo sobre sus abominables actos? Puede.
Más ejemplos: Tipos Infames es el nombre de una heterodoxa librería capitalina que, además de ficción, vende vino y café a una clientela hipster en Malasaña. “Con ese leitmotiv no os comeréis una rosca”, les auguraron. Craso error.
Y otro: La Mala Fama era aquel bar de la calle del Barco donde, en un entorno chungo de putas y chaperos, García-Alix, Ana Juan, Ceesepe y otros malditos de la post-movida se codeaban con bikers de aspecto patibulario a ritmo de garaje y rockabilly anfetamínico. Paradójicamente, solía llenarse y los niñatos con pretensiones de chico malo hacían cola para entrar. Pero no es canalla el que quiere, sino el que puede y hay garitos a los que, por su propio bien, no deberían acceder tan fácilmente los pusilánimes.
Por último: Canalla Bistró se llama la línea de restaurantes más informales que ha creado el último Premio Nacional de Gastronomía, Ricard Camarena, con dos sucursales ya en Valencia y Madrid, en un ambiente de gastro-pub en barrio pijo donde el plato estrella es el sándwich de pastrami. Y aquí llegamos al meollo de la cuestión: el uso culinario del vocablo.
Al igual que los periodistas moderniquis adoptaron hace una década, por empacho de prensa anglosajona, la palabra bizarro como sinónimo recurrente de extraño o estrafalario -cuando, en español de ley, quiere decir corajudo-, algunos blogueros, instagramers y prescriptores foodies de la nueva era digital han abrazado el epíteto canalla como descriptivo de una restauración pública oficiada por camareros barbudos tatuados -si llevan piercing, suma doble puntuación- en un decorado vintage con platos mestizos de vocación fofi-sana. Y no es eso.
Pero entono el mea culpa. Cuando en ocasiones he usado en algún texto o conversación, de forma demasiado recurrente, el concepto de bistrot canalla, estaba cometiendo un extranjerismo, ya que nuestros vecinos franceses vienen aplicando de siempre la definición de cuisine canaille a un recetario de taberna típica de bajos fondos, próxima al puerto, el matadero o el mercado de abastos.
Son esos locales que cierran de madrugada -o directamente no cierran- para que tomen el resopón los señoritos calavera, las fulanas y los descargadores de muelle, donde se sirven encurtidos, escabeches, casquería y guisos contundentes elaborados con las proteínas más innobles, bien subidos de picante y de colesterol. El chef lyonés Joseph Viola repasa los platos más populares en su tratado Cuisine Canaille (Hachette), destacando como incuestionable bocado estrella la andouillette: un embutido a base de intestinos y tripas de cerdo y de ternera, que posee un aroma y regusto característico tan cercano al de un establo que los gourmets melindrosos han de prodigarse con la mostaza e hincharse a beber beaujolais para lograr que pase. Y es que incluso en esto del comer, la vida canalla nunca ha sido para blandengues.