Biografías procedimentales
«Las series autoconclusivas nos ofrecen una lección inesperada, esperanzada, que deberíamos traer a nuestras vidas»
El tiempo que las series nos roban de sueño y, sobre todo, de lecturas nos lo deberían resarcir, y bien que lo intentan a base de guiones trabajados, de intrigas inquietantes o de emociones fuertes. Se ve que, aun así, no tenían la conciencia tranquila del todo porque también me han dado una metáfora. Y reconozco que aquí ya me han ganado.
La estructura de algunas series coincide de forma muy iluminadora con nuestras biografías. Me refiero a las llamadas series autoconclusivas o procedimentales, es decir, a aquellas que mantienen una línea argumental de fondo, que atañe a los personajes principales, aunque en cada capítulo se abra y se cierre un conflicto ajeno mucho más espectacular e intenso. Es el caso de House o del CSI o de Sherlock Holmes o de Endeavour, que es con la que lo he visto claro.
Esta estructura debe de ser una biznieta de la de Las mil y una noches o de la del Conde Lucanor. También tiene una justificación de estrategia comercial, en cuanto que permite al espectador saltarse algún capítulo sin perder apenas el hilo. Pero no vengo a aventurar su genealogía literaria ni a aplaudir su virtualidad técnica, sino a asumir hasta qué punto nuestras vidas terminan funcionando igual. No consiguen tener, ay, esa otra estructura más característica de la novela decimonónica donde el protagonismo es del protagonista y la historia avanza, con todos los obstáculos que se quiera, pero siempre con él o ella en el centro de la trama. Nosotros, qué más quisiéramos.
Cada semana (si no cada día) se nos abre un conflicto o un conflicto de conflictos o un conflicto de racimo o un triunvirato de conflictos: uno en el trabajo, otro en casa y otro más en la literatura. Ese conflicto o esos conflictos reclaman casi toda nuestra atención y nos exigen los máximos esfuerzos y luego se cierran al fin, más o menos felizmente, porque, a fin de cuentas, que se cierren ya es un final aceptable. Enseguida vendrán nuevos capítulos, uno tras otro, durante muchísimas temporadas. Todo muy entretenido y prácticamente interminable.
Por debajo, transcurre nuestra vida (el hilo sutil de una tenue biografía, unas amistades pudorosas y el encanto difuso de una lenta historia de amor) que da unidad a todos esos problemas más espectaculares y exigentes, en los que nos dejamos (como en las series) las horas que limando están los días y los días que royendo están los años.
Eso es así y, sin embargo, las series autoconclusivas nos ofrecen una lección inesperada, esperanzada, que deberíamos traer a nuestras vidas. Poco a poco, termina interesándonos muchísimo más el frágil destino de los personajes que el apabullante follón de cada entrega. Reconocemos que una biografía, aunque semi subterránea, tiene más fuerza y más emoción que tanta irrupción inmediata e inevitable de múltiples acontecimientos. Abrigamos el deseo de que a los protagonistas les vaya bien, de que descubran sus verdaderos conflictos interiores y los arreglen. Desearíamos, incluso, que tuviesen más tiempo en la serie para ellos mismos, que se entregasen más a su amor o que se pararan un poco a reflexionar sobre el sentido de su existencia. Aunque nada suyo tenga tanta urgencia como los casos que se les presentan intempestivos e imperativos, lo íntimo adquiere una importancia más real.
Hemos de tomar ejemplo de esas intuiciones y esos deseos que las series nos han sacado a la luz. Centrarnos un poco más (sin descuidar los deberes profesionales de cada trepidante capítulo) sobre nuestras historias personales y llevarlas, sin prisa pero sin pausa, a una conclusión feliz, que es lo que de verdad ansiamos.