Viajar, a pesar de todo
«Así pues, una vez que se han caído ambos planes, sólo queda la disyuntiva existencial: ¿me quedo o me voy?»
“Estimados clientes: como saben, la epidemia de Covid-19 que afecta a nuestro planeta ha adquirido una nueva dimensión en Europa y más concretamente en Francia. Los últimos elementos conocidos, así como nuestras consultas a las autoridades, nos han permitido tomar una decisión responsable. Ya no podemos ofrecer condiciones favorables de salud y seguridad a nuestros visitantes. Con gran pesar, le informamos que el evento Grands Jours de Bourgogne 2020 no tendrá lugar”.
De esta manera, el comunicado oficial del salón vinícola más importante del año en Borgoña –tierra prometida de los winelovers–, anunciando la cancelación de una semana de catas fabulosas, echaba por tierra todas mis ilusiones y las de tantos otros. ¡Catástrofe!
“Estimado Juan Manuel: Te escribo en relación con tu conferencia en Tokio. La prevención sanitaria hace que se cancelen en Japón gran parte de convocatorias, clases en escuelas y competiciones deportivas. Por todo esto, creo que no tenemos otro remedio que cancelar tu actividad. Espero que comprendas la situación excepcional”.
¡Otro palo! Con la ilusión que tenía de volver este año a la capital nipona para glorificar el vino español. Por no hablar del billete de avión que se había comprado mi esposa para acompañarme. Iberia le da a elegir entre volar esa semana a un destino alternativo o en otras fechas a Japón. ¿Pero qué fechas? ¿Es que dentro de un mes o dos este tema estará resuelto? Pero no nos angustiemos. “Lo que no puede ser, no puede ser. Y además es imposible”, dejo dicho para la posteridad el torero-filósofo sevillano Rafael Gómez el Gallo.
O sea que ni Borgoña ni Japón. Y yo que me había guardado días acumulados de los festivos trabajados en 2019 para eso. Me veo disfrutando de ese periodo de asueto encerrado en casa viendo a Al Pacino en Hunters –otro día les hablo de eso– o paseando lánguidamente por el Parque de Eva Perón, porque compensar días del ejercicio anterior trascurrido el primer trimestre del año en curso no es cosa permitida (ni bien vista) en la empresa privada española.
Así pues, una vez que se han caído ambos planes, sólo queda la disyuntiva existencial: ¿me quedo o me voy? Should I stay or Should I go, que dirían The Clash. Como en la problemática kantiana, ninguna de las dos opciones resulta del todo aceptable.
“Entre la pena y la nada, elijo la pena”, proclama el personaje de la novela Las palmeras salvajes de William Faulkner. En el primer largometraje de Jean-Luc Godard, Al final de la escapada (1958), la maravillosa Jean Seberg recita este dilema como un mantra. A lo que su partenaire cinematográfico Jean-Paul Belmondo le responde que lo que acaba de decir es una solemne tontería, pues sólo un estúpido elegiría la pena. En fin, que entre la pena y la nada, preveo que en marzo no me muevo a ningún sitio. Pero no estamos poniendo demasiado metafísicos…
“El miedo al coronavirus hace tambalear las reservas turísticas de Semana Santa”, leo en La Vanguardia. En la foto, media docena de viajeras circulan por un aeropuerto bien provistas de mascarillas anti-contagio. El artículo explica que, según la Confederación Española de Hoteles, las reservas han caído entre un 20% y un 30%. Y la cosa tiene pinta de ir a peor.
A pesar de todo, me resisto a tirar la toalla. Navegando por la red, encuentro un simpático artículo de Marta Sader sobre los 10 beneficios psicológicos de viajar. «Viajar es uno de las mayores fuentes bienestar, de cambio y de crecimiento que existen”, comenta en dicho reportaje el psicólogo Jaime Burque, señalando que muchos de sus pacientes se recuperaban de sus miedos, inseguridad, ansiedades o bloqueos vitales gracias a hacer un viaje”. ¡Pues eso necesito yo!
En su ensayo El sentido del viaje, Patricia Almarcegui reflexiona en clave estructuralista sobre el viaje como una de las grandes fascinaciones de la historia y una de las formas más destacadas para la representación de la humanidad. No sólo habla de la poética del desplazamiento, sino de cómo el cambio de relación con el mundo influye en la mentalidad, la personalidad y las vinculaciones del viajero.
“No viajo para ir a un lugar en particular, sino por ir, por el placer de viajar. La cuestión es moverse”, dejo escrito Robert Louis Stevenson. Desde Mark Twain hasta Jack London, pasando por Bruce Chatwin, Robert Byron, Jan Morris, Colin Thubron, Norman Lewis, Paul Theroux, Manu Leguineche o Javier Reverte, son muchos los que nos han contagiado a través del papel impreso la fiebre de no estar parado, esa “llamada del mar” a la que se refería Tom Waits en su glorioso himno bucanero Shiver Me Timbers.
Pero lo más contagiosamente emotivo que he leído en los último años sobre el tema lo firma mi amigo Jesús Terrés, en un artículo de 2014 titulado Por qué viajar, donde tras confesar que “me aburren las colas, aborrezco el turismo y me mareo en los veleros, odio las vacaciones, los cruceros, las pensiones completas y las discotecas de Ibiza”, dice cosas tan bonitas como que “viajando he aprendido a desaprender, a callarme y a escuchar. A mirar las cosas con nuevo ojos; a estar sólo y a moverme: la acción mata el desconsuelo”.
No sé si acaso leyó el texto de Terrés pero, un año después, el novelista y dramaturgo francés Éric-Emmanuel Schmitt apuntaba en su autobiografía La nuit de feu: «Mi concepto del viaje había cambiado: el destino importa menos que el vagabundeo. Partir no es buscar, es dejarlo todo, lugares, hábitos, deseos, opiniones, a uno mismo. Partir no tiene otro fin que el de entregarse a lo desconocido, a lo inesperado, a un infinito de posibilidades, incluso a lo imposible. Partir consiste en renunciar a tus lugares comunes, al control, a la ilusión de conocimiento e imponerse a sí mismo la disposición necesaria para que surja lo excepcional. El verdadero viajero va siempre sin equipaje y sin rumbo”.
Dicho lo cual, mañana mismo me monto a un avión y que le den por culo al virus…