La limpieza de sangre
«Con la muerte de José Jiménez Lozano no sólo se nos ha ido un escritor insustituible, sino que se ha apagado todo un idioma literario»
Con la muerte de José Jiménez Lozano no sólo se nos ha ido un escritor insustituible, sino que se ha apagado todo un idioma literario. Es un idioma vivo, por supuesto, porque las gentes a las que él dedicó lo principal de su obra narrativa lo siguen hablando, pero, hasta donde yo sé, sólo él había sabido trasladarlo a la literatura sin complejos, con la seguridad que da saber que se está haciendo el bien.
El bien se puede hacer bien, o se puede hacer un poco peor, se puede hacer con sinceridad, de corazón y en voz baja, o se puede hacer para la galería, con grandes y estridentes fajas editoriales. Lo de Jiménez Lozano, aprendido en buena medida de su amigo y maestro Miguel Delibes, fue elevar a las gentes sencillas, menesterosas y menoscabadas al centro del escenario, no para ultrajarlos pero tampoco para aplaudirlos, sino simplemente para contemplarlos y, así, compadecerlos a la manera de Cervantes o de Galdós. Sí: he conjugado la “compasión”, e incluso escribiría “caridad”, y ya nos gustaría ver a los escritores “oficiales” de la extrema izquierda actual haber escrito una sola narración que tuviera la mitad de la fuerza denunciante que, en secreto, con extrema humildad, sin levantar la voz, tuvieron algunos relatos de Jiménez Lozano sobre la pobreza, como su Ronda de noche o muchos de los mínimos pero potentes cuentos de El cogedor de acianos.
Miguel Delibes era lo suficientemente inteligente como para admirar de verdad a sus propios discípulos, en un curioso y reconfortante fenómeno de veneración invertida. Le ocurrió con Francisco Umbral y con José Jiménez Lozano, tan diferentes y a la vez tan afines en algunas cosas, tan fecundos en número de libros y tan llenos de talento. Delibes les tenía en cuenta, les escribía cartas a menudo, escribía en público semblanzas y reseñas sobre ellos, y también les dedicaba tiempo en su escritura privada: en el diario Un año de mi vida, por ejemplo, al morir François Mauriac, Delibes anota en su cuaderno que “He pensado en Jiménez Lozano. Para él sí habrá sido un duro golpe la pérdida de Mauriac. Le seguía semana a semana en su block-notes del Figaro y conocía su obra a la perfección”. Por supuesto que eran lealtades simétricas, de ida y vuelta, y sobre Delibes, a quien también le asemejó haberse ocupado de la dirección de El Norte de Castilla, ha escrito Jiménez Lozano uno de sus últimos textos, que se publicará la semana que viene en el catálogo de la exposición de la Biblioteca Nacional.
Nacido en Langa (Ávila) en 1930, José Jiménez Lozano ha sido narrador, ensayista, columnista, poeta y diarista, y a todos los géneros ha sabido adaptar sus numerosas pero a la vez escuetas preocupaciones, las cosas que le gustaban, y siempre con sencillez, aunque reflexionase sobre la filosofía de Port-Royal (sobre las que tiene re flexiones muy lúcidas, por ejemplo, en los Cuadernos de letra pequeña, un título que es todo un manifiesto). Las cosas del campo o de la pequeña ciudad, la épica modesta de los confesionarios, la aparición del cuco cada año, la buena porcelana, las historias antiguas, las vidas de los santos. A pocos escritores les he envidiado tanto esa clara sensación de pertenencia a un mundo concreto, reducido pero inmenso, limitado pero profundísimo y remoto…
El humanismo de Jiménez Lozano no sólo no salía herido de la contemplación del presente sino que parecía robustecerse con aquello a lo que asistió: tal vez melancólico, pero pocas veces pesimista o enfadado, su literatura es el lúcido testimonio de una continuidad. Las cosas cambian poco, parecía decirnos, no os pongáis nerviosos. Coged un libro viejo bien encuadernado, sentaos sobre madera noble, contemplad el paisaje, sosegaos, nunca sucede nada grave. Tampoco era alarmista en lo que respecta a la cultura o sobre el futuro del libro (objeto necesario, escribió, “para esclarecer la realidad y el laberinto del mundo”. Se diría que casi le molestaba su propia erudición, que le estorbaba tanta sabiduría, como si fuera un peso que le distanciaba de la gente común, de sus personajes.
Quienes lamentamos la desaparición de José Jiménez Lozano tanto como él, hace exactamente cincuenta años, debió de lamentar la de Mauriac, andamos desde ayer apesadumbrados, cavilosos, tristones, ojeando sus muchísimos libros. Yo corregí uno de ellos, de versos, hace ya mucho, y cuando, ignorante de mí, sugerí rectificar sus leísmos y loísmos (que había leído en su prosa, pero que me parecían cacofónicos en la poesía), respondió con enorme amabilidad pero con incontestable contundencia que él tenía y quería esas peculiaridades lingüísticas, que eran las de su tierra y las de su tiempo, y que era una cuestión de lealtad a sí mismo y al mundo, de apego a la verdad y a lo que la vida dispone. Fue una lección directa, como tantas que, indirectamente, ya había recibido antes y he recibido después de su literatura, que, insisto, queda como una verdadera fortaleza que blinda para siempre un modo de ser, de vivir, de pensar, de mirar y de creer.