El olvido de los niños
«Los niños no solo han desaparecido de las calles, también del debate. Son más de siete millones pero su voz apenas es escuchada»
Los niños no solo han desaparecido de las calles, también del debate. Son más de siete millones pero su voz apenas es escuchada. La causa es la de siempre, la más obvia y triste: no votan. Y, siguiendo una deducción perversa, no importan, aunque su salud física y psíquica defina el futuro del país. Por eso nadie les ha explicado las causas de su encierro. No solo ignoran por qué no ven a sus abuelos, a sus tíos o a sus amigos, sino por qué no pueden siquiera salir a la calle. La falta de comunicación es un error terrible, que cualquier gobierno consciente solucionaría de inmediato. La cadena pública -pagada mes tras mes, año tras año, con dinero de todos- debería emitir a diario explicaciones para niños y adolescentes, que les ayudaran a entender una crisis que ha cambiado radicalmente sus hábitos y que puede llevarse por delante a sus abuelos sin que siquiera puedan despedirse de ellos. No es un futurible: ya ha ocurrido en más de mil familias. No basta con que Fernando Simón finja lenguaje y gestos infantiles. De hecho, es indigno que hayan obligado a un técnico de la administración a tal paripé y demuestra la nula estima que los niños merecen a los responsables. Los encargados deben ser pedagogos y expertos en comunicación infantil y adolescente, que sepan explicarles lo ocurrido con la debida cercanía, transmitan la gravedad de la situación, no les aterroricen y, sobre todo, les agradezcan su esfuerzo. España siempre ha destacado por la brillantez de sus publicistas. Utilicemos su talento para una labor de auténtica importancia.
La falta de respeto a los niños también se refleja en su discriminación respecto de los perros. Todos los canes disfrutan de un sacrosanto derecho a tres paseos diarios. Da igual que sea un rottweiller o un chihuahua, que su dueño viva en una finca o en un piso de 30 metros cuadrados. Se entienden los motivos de esta generalización. Entrar en tales matices exigiría un esfuerzo que, durante tan críticos momentos, debe aplicarse a cuestiones más importantes. Sin embargo, los niños no son perros. Ellos sí merecen el esfuerzo y el matiz. Porque lo necesitan, porque su salud física y psíquica y la de sus familias corre serio riesgo. No las de todos, por supuesto. Como ocurre con los adultos, muchos tienen una gran capacidad de adaptación y comprensión. Otros no. Otros sufren ansiedad, hiperactividad –diagnosticada o no— o, simplemente, necesitan correr para no estallar. Debe tenerse en cuenta la lógica tensión que soportan en sus casas, donde sus madres –sí, el cuidado sigue siendo, salvo excepciones, cuestión de las madres- deben compaginar el teletrabajo con el aprendizaje. Es decir, deben ser profesoras, amas de casa y trabajadoras forzando equilibrios agotadores. Eso con suerte, porque muchas han perdido sus trabajos y su desolación es tan enorme como comprensible. Imaginen a un adolescente cuyos padres no saben si cobrarán el próximo mes, encerrado día y noche en un piso de cincuenta metros cuadrados.
Debería confiarse en los padres y en su capacidad para entender la situación, al igual que se confía en que los dueños de los perros no saquen a sus mascotas siete veces al día. No es necesario que dispongan de mucho tiempo, ni siquiera que ocurra todos los días, pero sí que los padres no se sientan coaccionados si necesitan que su hijo se desfogue, al lado de uno de ellos, dando una carrera alrededor de la manzana, sin cruzarse con nadie. Tal vez solo una vez al día. No es un capricho, es una cuestión de supervivencia y cuidado del patrimonio más importante de nuestro país.