El mal de la impaciencia
«Como Unamuno, la sociedad de hoy antepone la prisa a la idoneidad»
Me hallo sumergido en las páginas de Agitación (Páginas de Espuma, 2020), ensayo que lleva por subtítulo: «Sobre el mal de la impaciencia», y que firma con mano maestra, como todo lo que firma, Jorge Freire. Comparto el diagnóstico de la tesis en la que abunda: vivimos tristemente amarrados a la velocidad del segundero, todo pasa y nada llega, apenas hay espacio para la reflexión porque lo importante es ser el primero, el más rápido, aunque no se sepa en qué. Cuentan que don Miguel de Unamuno, cuyo verbo se intuye, por cierto, en estos párrafos freirianos pese al tantarantán que recibe el noventayochismo en ellos, no quedó contento el día que aprobó la cátedra de Griego en la universidad de Salamanca. El vasco había perdido pocos años antes la cátedra de Filología en la universidad de Madrid, que se llevó un desconocidísimo joven llamado Menéndez Pidal. Sus allegados aseguraban que, por culpa del referido accidente, don Miguel nunca satisfizo sus ansias académicas. Y el motivo era, para escarnio de su ego, que no había sido, como tantas veces lo fue más tarde, el primero. La historia terminó demostrando que quizá por lo mismo que reclama el ensayo de Freire, es decir, por sosiego y abstracción, lo idóneo era que Unamuno acabase en Salamanca, con su rectorado, su amor por Castilla y su todo.
Como Unamuno, la sociedad de hoy antepone la prisa a la idoneidad. Freire lo intuye con perspicacia, amasa un texto que perfila ese mal, lo hace reflejar en nosotros, y mientras plaga el texto de citas que, al contrario de lo que ocurre con otros ensayos de corte parecido, son voces y no ecos de esa historia del pensamiento que a menudo se enmaraña con sentencias fútiles, nos hace caer en la cuenta de que algo debe cambiar. Quizás este sea el mayor tesoro de cuantos descubre este maravilloso libro: somos parte de esa prisa, contribuimos a su difusión. El homo agitatus es un arquetipo del que pendemos, irremediablemente, todos. Leía estas páginas días atrás pensando en la capacidad que tendría esta cuarentena de hacernos perecederamente reflexivos; de separar la paja del grano; de, como decía Whitman, cortar las rosas mientras podamos. Es acaso una oportunidad única de, por utilizar uno de los extraordinarios símiles que salpican el ensayo, conseguir que el hámster corra con menos ímpetu que la rueda.
Si habitáramos un relato de Borges, este ensayo sólo podría aparecer en un momento así, donde la masa se ve obligada a detener el tiempo, a huir de la prisa. Probablemente con Borges ese encierro hubiera terminado con un suicidio colectivo, un elegante dilema sobre el último inmortal que pisa el planeta, una pequeña biblioteca en pie desde tiempos de Alejandría. Sin embargo, la realidad es mucho más prosaica y, como predice el texto de Jorge, probablemente cuando todo esto acabe volveremos a caer presos de la novedad, si es que no lo hemos hecho ya. Nadie se acordará de la solidaridad, de la angustia. Se olvidarán pronto las muestras de nobleza, de altruismo, de caridad; pero también las torpezas, viles en algún caso, las negligencias, el canallismo. Ningún partido político, de tal o cual signo, depurará responsabilidades. Ningún votante pasará la factura correspondiente. El motivo lo desgrana bien Freire en su libro: los encargados de analizar el día uno «después de» se habrán convertido en activistas, en «gacetilleros de fake news», harán prevalecer el día de mañana sobre el de hoy con noticias que señalen el dedo; y la luna, a la que quizás alguno estuvo a punto de ver durante el sosegado parón, se habrá escurrido entre los dedos. En el capítulo V de «Agitación» hay unos versos de Kavafis, de su famosa Ítaca, en el epígrafe. Y pienso en esta generación de hoy a la que, pese a la oposición de los poetas, le sigue importando más ese destino imaginario que la sabiduría experimental del camino.