Motivos para que sigas luchando, aunque hoy triunfen los indecentes
«Di la verdad que conoces en un grafiti; entiérrala si es preciso bajo tus pies; envuélvela, como una navaja indetectable, bajo la tapicería de los cojines»
Muchas de las mejores personas que conozco padecen un íntimo desaliento. Miran a su derredor y observan la mentira triunfar sobre la verdad; a los embusteros, recompensados, mientras que los sinceros quedan postergados. Como son hombres con un agudo sentido moral, mujeres con perspicacia para los recovecos de la ética, perciben día a día que apenas pesa en la balanza del destino si eres íntegro o no. Mientras que toda relevancia acapara parecerlo. Aunque de pequeños aprendieron las virtudes del coraje y de la libertad de carácter, escuchan en torno proclamar el triunfo de los sumisos, de aquellos a los que no importa arrastrar su orgullo si de agradar a los ahora gobernantes se trata. Se asoman a cualquier pantalla y la justicia, más que ciega, parece amordazada. Mientras, vociferan por doquier cuantos hoy dicen sí y ayer dijeron no a idénticas cosas, solo porque quienes las acometen ahora son propios y los que las hicieron antes, extraños.
Por decirlo con don Diego de Torres Villarroel, hoy pareciera:
Todo vicio, con nombre de decencia;
es burdel de holgazanes y de ociosos,
donde hay libertad suma de conciencia
para idiotas, malsines y tramposos.
A otro poeta, Bartolomé de Argensola, estos avatares le llevaron un siglo antes a dudar incluso de que hubiera un Dios benévolo que nos gobernara:
Dime, Padre común, pues eres justo,
¿por qué ha de permitir tu providencia,
que, arrastrando prisiones la inocencia,
suba la fraude a tribunal augusto?
¿Quién da fuerzas al brazo, que robusto
hace a tus leyes firme resistencia,
y que el celo, que más la reverencia,
gima a los pies del vencedor injusto?
No te voy a ofrecer en este escrito razones para la esperanza sobre el decurso del mundo a ti, amigo lector, si piensas como Argensola. (Él tampoco las poseía, pues termina el soneto recordando que, al fin y al cabo, el lugar de la justicia verdadera no es nuestra Tierra, sino el cielo).
Pero sí voy a intentar ofrecerte tres motivos para, pese a todo, seguir diciendo la verdad. Para seguir clamando por la justicia, aunque a muchos les resulte agria, mientras las televisiones solo nos muestran azúcares. Para que expongas imágenes donde nos rodean los muertos, aunque algunas almas se hayan vuelto de pronto ultrasensibles y peguen grititos de escándalo al verlas. Intentaré darte, amigo lector, ánimos para clamar en pro de lo honorable, por muchas dudas que albergues acerca de si ello triunfará algún día, o volverán a vencer los deshonrosos.
Mis tres razones son tres historias, y proceden de tiempos mucho peores que este. La primera la cuenta Ernst Jünger en La emboscadura. Allí habla de una época en que la unanimidad parecía avasallante: no solo la gran mayoría de televisiones o intelectuales, como en la España de hoy, se habían puesto de parte del poder, sino también el 98 % de los electores. ¿Qué sentido tenía entonces permanecer del lado del 2 %?, se pregunta Jünger, ¡si pareciera que así le otorgas un as a tu gobierno, que podrá blasonar de que las elecciones son libres, ya que arrojan cierta “pluralidad”!
Pero, aun así, prosigue Jünger, es crucial tu no. Las mayorías subyugantes presentan, “en razón de la propia presión que ejercen, una serie de puntos vulnerables que simplifican y abrevian el ataque contra ellas”.
Imagina que escribes en cualquier lugar (el borde de un cartel, una pared inmaculada, el pretil de un puente concurrido) una simple palabrita: “no”. “Y todo aquel cuyos ojos se fijaran en ella sabría perfectamente lo que quiere decir. Es un signo de que la opresión no ha logrado triunfar del todo. Los símbolos tienen un brillo especial precisamente cuando aparecen sobre soportes monótonos (…) y, en vez de dar explicaciones, se vuelven materia sobre la que pedir explicaciones”. ¿Cómo es posible que sobreviva aún ese no? ¿Qué esperanzas absurdas posee quien lo pinta? ¿Acaso sabe algo que nosotros, la mayoría sabia y satisfecha, ignoramos? ¿Será un malvado entre nosotros? Pero ¿quién? ¿No era acaso nuestro triunfo, completo? ¿Cuántos de los que miran ese “no” se sentirán reconfortados? A veces trastorna más un “no”, por solitario, que una votación reñida.
La segunda y tercera historias proceden de lugares inmensamente más tétricos que cualquier otro que hayas vivido. Ve, empero, siquiera sea solo con tu mente, hasta un campo de exterminio. Tú, que andas dudoso sobre la utilidad de decir la verdad, que te preguntas si merecen la pena las molestias que te tomes por ella, recuerda aquellos pliegos de papel enterrados en varios parajes de Auschwitz por sus presos. Textos que solo contaban lo que sucedía. No eran llamadas de auxilio, pues se quedaban dentro del recinto; nadie tenía nada que ganar, y mucho que perder, si un guardia de las SS le veía soterrarlos. Pero aun así muchos sintieron que era necesario describir la realidad, sin tener demasiado claro a quiénes, sin confiar mucho en cuándo. La verdad les volvía, en cierto sentido, superiores a sus victimarios. Había que rendirle, pues, una ofrenda subterránea, por arriesgada que resultara.
La tercera historia nos la narra Miklós Nyiszli, judío cautivo de aquel infierno. En cierta ocasión, uno de los jefes del campo, Erich Muhsfeldt, obligó a algunos de sus reclusos a construirle un sofá. No era menaje para su cuartel allí, sino que estaba destinado a su domicilio familiar, a cientos de kilómetros de distancia. El mueble, hermoso y cómodo, llegó pronto a la casa del nazi; pero escondía entre sus muelles un secreto. Los carpinteros habían introducido allí una cápsula sellada, cuyo contenido dejaba testimonio escrito del horror que les acaecía. Esta vez no había sido enterrada en el campo de exterminio, sino bajo las posaderas de un exterminador.
Hay cierta paradoja en que unos acolchados que usas para repantigarte contengan una verdad que te acuse. Hay mucha esperanza en que el objeto de lujo para tus opresores acabe siendo lo que revele su ruindad.
Las tres historias que te he contado se pueden resumir en una sola: no se dice la verdad porque sea útil, sino porque es verdadera. Di la verdad que conoces en un grafiti; entiérrala si es preciso bajo tus pies; envuélvela, como una navaja indetectable, bajo la tapicería de los cojines. Y ten por seguro que algo importará esa verdad cuando tus enemigos insisten una vez y otra en que esta no existe, que solo existen distintas “verdades”, o sea, diversas mentiras. Si son listos, si saben cómo te las gastas, no volverán a sentarse tranquilos en ningún sofá.
A la memoria de Miguel Quintana Delgado (26 de enero de 1930-5 de abril de 2020), que nunca se planteó dudas filosóficas acerca de si hacer el bien.