Au revoir, Christophe…
«Hoy la chanson no está muy en boga. Nadie recuerda aquella Francia yeyé que vibraba al ritmo del programa radiofónico Salut Les Copains! bajo el mandato benévolo del general De Gaulle»
Christophe se ha ido. El penúltimo ídolo vivo de la chanson tenía que cumplir 75 años en 2020, pero un enfisema pulmonar se lo ha llevado en un hospital de Brest (Bretaña), donde permanecía internado desde hacía pocos días tras sufrir una crisis de insuficiencia respiratoria.
No está claro si su fin se ha visto acelerado por el mismo COVID-19 que ha sentenciado en los últimos meses a otros grandes de la música como Lee Konitz, Ellis Marsalis, Manu Dibango, Bill Withers, Adam Schlesinger (Fountains of Wayne) o Hal Willner, porque su familia no ha querido comentar si le habían hecho el test o no. Poco importa ya.
«Con él gritamos a Aline, dijimos Las palabras azules, lloramos Los paraísos perdidos«, ha declarado el Presidente de la República Emmanuel Macron parafraseando tres de los títulos más conocidos de su carrera. En un comunicado de prensa, el Elíseo ha ensalzado «la delicadeza y el idealismo etéreo de este dandi que trabajó sus composiciones como un esteta, este romántico empedernido que firmó algunas de las más bellas canciones de amor del repertorio francés».
Hoy la chanson no está muy en boga. Nadie recuerda aquella Francia yeyé que vibraba al ritmo del programa radiofónico Salut Les Copains! bajo el mandato benévolo del general De Gaulle, durante un periodo de despreocupada bonanza que ha pasado a la historia como los 30 gloriosos y que concluyó con la crisis del petróleo del 73. Desarrollismo, pleno empleo, sociedad de consumo, baby boom, libertades públicas, revolución sexual, pelo largo, minifalda, píldora, música pop, psicodelia, drogas blandas, mayo del 68…
Los ídolos galos o italianos que triunfaban en Eurovisión o San Remo publicaban regularmente sus singles de 45 rpm en nuestro país e incluso traducían sus mayores éxitos al español para garantizarse una mayor penetración en la piel de toro. Así, entre Johnny Hallyday, Slvie Vartan, Claude François, France Gall, Jacques Dutronc, Françoise Hardy, Eddie Mitchell o Brigitte Bardot, un tal Christophe se coló en lo alto de las listas de media Europa, en julio de 1965, con una balada almibarada, pegadiza e insistente, titulada Aline, de la cual se llegarían a vender tres millones y medio de copias gracias a su relanzamiento en 1979, coincidiendo con el revival sesentero que provocó la new wave. Y nuestra vida adolescente no volvió a ser la misma.
Daniel Bevilacqua (Juvisy-sur-Orge, 1945) tenía apenas 20 años cuando la cancioncilla de marras fue número uno en los tops de ventas de Francia, España, Bélgica, Israel, Brasil y Turquía. Hacía poco que se había cambiado el nombre artístico para ocultar las raíces transalpinas de su apellido y soñaba con hacer blues en el idioma de Molière. Había logrado un modesto contrato discográfico con Disc AZ, el sello de Lucien Morisse, a la sazón director de la emisora Europe 1 cuyo programa estrella era Salut les Copains!: lo normal en aquellos tiempos donde el sistema mafioso de la payola (o pay to play) aún no había sido denunciado en el Viejo Continente.
Un día en que fue a almorzar a casa de su abuela, compuso esta melodía de seis acordes y le puso el nombre de una chica muy atractiva que trabajaba como asistente de su dentista: Aline. “Había dibujado / sobre la arena / su dulce rostro / que me sonreía. / Luego llovió / en aquella playa / y en la tormenta / ella desapareció. / Y yo grité, grité: / ¡Aline!, para que volviera. / Y yo lloré, lloré / porque tenía demasiada pena”. La letra no podía ser más meliflua y sonrojante…
Para colmo, cuando nuestro hombre la fue a grabar, el veterano productor Jacques Dejean –célebre por sus floridos arreglos orquestales para Hardy o Hallyday– le impuso un tempo y unos violines dignos del repertorio de nuestro españolísimo Raphael. A pesar de todo, el exquisito timbre andrógino de contratenor de Christophe, unido a su sincera interpretación y contagiosa emotividad, lograron que Aline desterrara del top al mismísimo Capri, c’est fini de Hervé Villard. Y así se escribe la (pequeña) historia del pop galo.
«Con la desaparición de Christophe, la chanson pierde una parte de su alma, pero el azul agridulce de sus canciones es indeleble», ha declarado tras su muerte el Ministro de Cultura, Franck Riester, como si alguien hubiera convocado un concurso nacional de cursilería para honrar las exequias del artista semi-olvidado. Siguiendo en esa dinámica lacrimógena, el respetado Ministro de Economía y Finanzas, Bruno Le Maire, se ha permitido rendir su propio y sentido homenaje en las redes sociales sugiriendo que “un universo de amor y melancolía desaparece contigo”. Desde el más allá, el sempiterno calavera Christophe debe estar descojonándose.
No en vano, al margen del boom de Aline, el éxito masivo siempre le fue un tanto esquivo, aunque no cierta popularidad mediática. Acaso consciente de que tras Les Marionnettes, su segundo número uno en 1966, nunca volvería a tener un pelotazo similar, se refugió en sus ansias de explorar caminos pocos trillados y en su obsesivo perfeccionismo sonoro, adoptando una imagen de dandi decadente posmoderno, convenientemente trajeado, luciendo ojeras nocharniegas, bigote demodé y lacia melena rubia. Le gustaba parecer, como le ha descrito un reciente teletipo de AFP, “un búho nocturno que contempla desde lo alto una piscina de champán”.
«Christophe era más que un simple cantante, era un couturier de la canción», ha dicho de él Jean-Michel Jarre, con quien trabajó en las letras de dos de sus álbumes más alabados, Les Paradis perdus (1973) y Les Mots bleus (1974). Por aquel entonces, el hijo del mítico compositor de bandas sonoras Maurice Jarre era casi un don nadie: aún no se había casado con la sensual actriz Charlotte Rampling, ni había grabado con un simple 8 pistas Oxigène (1976), una de las piezas angulares de la música planeante y electrónica.
Juntos, crearon dos elepés fundamentales del exiguo pop galo de los 70, a la altura de algunas obras mayores de Serge Gainsbourg o Alain Bashung. Antes, Christophe, cinéfilo declarado, había firmado con el grupo canadiense de rock progresivo Clinic el score de la película La route de Salina (George Lautner, 1970), un extravagante thriller psicológico de serie B, ambientado en una gasolinera en el desierto, cuyo lisérgico soundtrack sería retomado tiempo después por Quentin Tarantino para poner fondo sonoro a algunas escenas de Kill Bill Vol. 2 (2004). Así de raro es el destino.
«Perdí a un amigo, a un compañero de correrías. Mi tristeza es profunda y durará mucho tiempo», ha señalado Eddy Mitchell, acaso el último superviviente de aquella generación de rockeros canallas, prisioneros de su propio personaje público. Como él, nuestro hombre cultivó en los disparatados 70 un look de seductor malote al volante de un coupé Pininfarina, jugador de póker incorregible, vestido de Cerruti tocando un piano de cola blanco, mientras lanzaba discos más eléctricos con no poco componente autobiográfico, como Samouraï (1976), La Dolce Vita (1977) o Le Beau Bizarre (1978, ¡con textos de Bob Decout!), como si se hubiera metamorfoseado en aquel Beau ténébreux que retrató en una novela Julien Gracq.
Aquellos años de búsqueda creativa y lirismo exacerbado durante los cuales grabó con absoluta libertad para Disques Motors fueron tan fructíferos como exentos de reconocimiento. Sólo Succès fou (1983), otra pieza lenta sobre el desamor, le devolvería a los charts con 600.000 copias vendidas en el Hexágono. Nuevo revés para nuestro héroe, que resistiéndose a ser clasificado definitivamente como cantante de baladas, decidió rehuir los focos e imbuirse de puro spleen baudeleriano.
Cuando parecía abocado al desván de los juguetes rotos, decide montarse un estudio de grabación casero, se interesa por la electrónica post-punk del dúo neoyorquino Suicide y consigue que el vocalista de estos, Alan Vega, participe en su más atrevido come-back: Bevilacqua (1996). Pero nadie parece enterarse. Seguirá intentándolo esporádicamente, con mayor o menor suerte, pero siempre alejado del mainstream. En 2001 vuelve a los escenarios, 26 años después, con una serie de conciertos antológicos en el Olympia parisino que le supondrán un premio Victoire de la Musique. Publica luego algunos temas en comandita con Alain Bashung o Brigitte Fontaine. Se pasa cuatro años registrando su álbum más ambicioso, Aimer ce que nous sommes (2008), que incluye un dúo con su amiga Isabelle Adjani. Pero nada.
Reacio a convertirse en una figura kitsch, carne del circuito de varietés, se consagra a sus colecciones de vinilos raros, películas clásicas en su formato original de proyección de 35 mm o viejos jukebox, mientras multiplica sus apariciones en debates televisivos solidarios sobre el hambre en el tercer mundo. Y sigue publicando, de tanto en cuanto, discos irregulares que siempre esconden algún corte memorable, destacando el crepuscular Les vestiges du chaos (2016), que incluye colaboraciones de sus viejos compinches Jarre y Vega.
Refugiado en su interés por las bandas sonoras y por colaborar con artistas plásticos en proyectos multidisciplinares, el «vagabundo elegante» –como se describía en uno de sus temas– es nombrado Oficial de la Orden de las Artes y las Letras (2004) y, una década después, Caballero de la Legión de Honor (2014), que no es poco en un país tan devoto de las condecoraciones como la República Francesa.
«Soy pintor de sonidos», declaró a Les Inrocks en una entrevista concedida una noche de abril de 2019 en aquel apartamento parisino del bulevar Montparnasse en el que residía desde 2002, en un decorado a medio camino entre el gabinete de curiosidades y el estudio de grabación y de pintura. Para este artista del exceso que vivía de noche y dormía de día, la música había sido siempre su “camisa de fuerza”: “Soy muy consciente de que nunca he sido completamente normal. Siempre me ha gustado cultivar la diferencia”. La bella y dulce Aline, con la que nunca tuvo la menor relación sentimental, debe de estar llorando de pena…