La madre, el tío y la renta básica
«Ni madre mimosa ni tío rico, lo que debemos evitar ahora es ser la clase de persona que no se considera guardián de su hermano»
Preguntado por las medidas que habrían de tomar los gobiernos para paliar los estragos de la pandemia en curso, el a menudo brillante y casi siempre intratable Nassim N. Taleb ha respondido con una perspicaz imagen familiar: «El Estado no debe solucionarte la vida como una madre mimosa pero sí intervenir como un tío rico en tiempos de infortunio». La analogía captura bien el dilema. Un Estado maternal y sobreprotector suprimiría los incentivos para esforzarse y prosperar, arruinando lo mismo el carácter de los ciudadanos y la hacienda común; antes de llegar a ese punto, la dependencia habría anulado nuestra autonomía, convirtiéndonos en súbditos o clientes. Al mismo tiempo, cabe preguntarse para qué sirve un Estado, creación máxima de la comunidad política, si no es para protegernos recíprocamente de las penalidades que inexorablemente la marea arroja al litoral de la vida. ¿No es acaso para eso, para tener mejor posibilidades de supervivencia colectiva, para lo que se fundó la ciudad?
Viene esto a cuento del renovado interés en la conversación pública por implantar algún tipo de renta básica en un momento en que las veletas económicas apuntan al hundimiento de la economía. El ministro Escrivá pronto hará público su proyecto de Ingreso Mínimo Vital, del que aún se desconocen algunos flecos (cómo se complementará con esquemas parecidos ya en vigor en las comunidades autónomas, por ejemplo). No se trata, en todo caso, de la idea redondeada de renta básica popularizada por el filósofo político Philippe Van Parijs, que merece ser considerada punto de referencia normativo: una renta que sería básica (suficiente), universal (ligada a la ciudadanía, y no a la necesidad, para eliminar el estigma de recibirla y la burocracia precisa para filtrarla) y única (sustituta de todo otro subsidio, a objeto de financiarla con el ahorro obtenido). Solo esta propuesta, que algunos consideran utópica, está blindada de las objeciones más habituales a la renta básica. Por simplificar, son: la imposibilidad de pagarla y la creación de un perverso incentivo a la holganza en quien la recibe y al clientelismo en quien la da. (Luis Linde ha publicado una completísima revisión de la literatura sobre la renta básica en Revista de Libros; valiosos también son los apuntes de Manuel Arias y de Félix Ovejero).
Lo importante, en todo caso, es entender que la renta básica cabe apoyarla, en principio, desde diversas tradiciones. Un republicanista la concebirá como una salvaguarda cívica contra la dominación y la garantía de un autogobierno personal libre de injerencias. Un socialista la verá como culminación de un proyecto de justicia distributiva. Por último, un liberal puede concluir que una transferencia directa de renta es menos dañina para la libertad económica y el pluralismo político (el dinero se gasta libremente y permite prescindir del intervencionista salario mínimo) que muchas prestaciones que hoy forman el entramado asistencial del Estado. Es fama que el muy liberal Milton Friedman, el autor de Capitalismo y Libertad, y Libertad para Elegir, teorizó un impuesto negativo sobre la renta que puede considerarse una forma de renta básica.
Por mi parte, diré que siempre he sido tendencialmente favorable a la renta básica: por una mezcla de lo anterior, pero también por un doble pesimismo: el de creer que pronto el desempleo tecnológico hará inviable que el trabajo asalariado siga siendo el proveedor principal de seguridad material de las familias, y el de no compartir una visión prometeica de la naturaleza humana, que haría de todos nosotros dinámicos emprendedores, ansiosos por desarrollar nuestro potencial. Creo que la mayor parte de la gente busca llevar una existencia tranquila en que la seguridad de rentas juega un papel decisivo; mi intuición es que tener esa seguridad garantizada no les hará más vagos ni menos industriosos de lo que eran (la pereza y la laboriosidad son vicios y dones que la providencia derrama sobre nosotros por otras vías). Pero no tenerla, sí les hará más infelices, y si su penuria llegara a ser la de muchos, los cimientos comunitarios se desplomarían para todos. Una discusión tan vieja, por otro lado, como el reparto gratuito de grano en la antigua Roma. Estoy tardando mucho en decir que estoy a favor del ingreso mínimo vital, descontado que las cuentas estén bien hechas y que su diseño no dé lugar a fraude ni abuso. Eso sí, «ingreso mínimo vital» parece un nombre humillante: ¿no es mejor «renta mínima de ciudadanía»? No se me escapa que a la prestigiada sombra de la renta básica puede colarse un subsidio mal diseñado, pero el ministro Escrivá es un hombre competente que merece confianza. Tampoco será, por lo demás, el gasto público más oneroso y regresivo de los que hemos aprobando últimamente y sin duda parece justificado en estos momentos de adversidad. Ni madre mimosa ni tío rico, lo que debemos evitar ahora es ser la clase de persona que no se considera guardián de su hermano.