Lo que no está prohibido es obligatorio (y viceversa)
«Las mascarillas son buenas o malas según el tipo, el día de la semana o, sobre todo, lo que le venga bien al gobierno»
Uno de los relatos de esta crisis, o lo que sea que nos tiene encerrados y bajo supervisión del omnisciente “ogro filantrópico”, es la peripecia de las mascarillas. Las mascarillas son buenas o malas según el tipo, el día de la semana o, sobre todo, lo que le venga bien al gobierno. Una divulgadora ha dicho que lo que pasa es que la ciencia no tiene certidumbres y cambia mucho de opinión; si le añades que, en este caso, suele cambiar al ritmo de lo que diga el Consejo de Ministros, te sale una definición bastante precisa de lo que se entiende hoy por ciencia y por divulgación en España.
A la altura de febrero de este año las mascarillas no estaban prohibidas, pero se podían reír de ti por llevarlas. Yo mismo me habré reído. Estuve en Londres a finales de mes y recuerdo que Aurora y yo comentamos con sorna que unas familias españolas las llevaban en el camino al avión. Aquí nunca pasa nada, hombre. Luego ya vimos que pasaba y nos hicimos con unas mascarillas, aunque al gobierno, y por ende a la “ciencia”, aún le parecía mal. No le parecía tan mal como para prohibirlo, pero sí como para señalar con el dedito; y como el gobierno, a diferencia del Leviathan de Hobbes, no tiene deditos ni cetro, delega el señalamiento en gente como los periodistas y divulgadores gubernamentales. Por haber ya hay hasta pianistas gubernamentales, pero eso es otra historia.
Como el ogro es filantrópico, entre la prohibición y la subvención aún hay una categoría intermedia, que es el dedito. Pero la tendencia es clara: nos encaminamos a que todo lo que no sea obligatorio esté prohibido, y viceversa. Algo de esto comentaba Taleb hace unos días, precisamente a cuento de las mascarillas. Citar a Taleb es de mal tono porque a los académicos les cae mal y, reconozcámoslo, él es bastante cretino. Pero yo ya no tengo nada que perder. Venía a decir Taleb que el afán normalizador de las administraciones a veces juega en contra de nuestros instintos de supervivencia. A la altura de febrero seguramente no hacía ningún mal a nadie llevar mascarilla -salvo que creamos vivir entre imbéciles que van a frotarse frenéticamente con extraños por el hecho de llevar mascarilla; cosa que sería problemática de cualquier manera-, pero estaba mal visto porque al gobierno le venía mal por varios motivos. A mediados de mayo está a punto de ser obligatorio, a falta de que en la Sexta nos aclaren cuál es el modelo bueno. En medio se podían haber evitado algunos contagios, quizás muchos contagios, acaso miles de ellos; es verdad que no todos. Esto mismo lo formula un viejo refrán castellano: “Lo mejor es enemigo de lo bueno”. Mi padre lo decía mucho, pero qué sabrá mi padre, que es un cuñao.
Volviendo a los deditos, el ejemplo de Taleb me sugiere algunos de los problemas con nuestros espacios de opinión y prescripción. Hay expertos y “expertos”. Y la mayoría de los “expertos” no se basan en conocimiento directo, ni siquiera en hipótesis más o menos fundadas sobre los hechos mismos, sino en heurísticos que se refieren ante todo a quién emite las opiniones sobre los hechos. Si el emisor tiene prestigio -a veces sencillamente mando en plaza- ante una determinada comunidad, palante. De lo contrario, probablemente engrose las filas de los cuñaos. Entre medias, los hechos quedan intocados. No se me malinterprete: todos usamos heurísticos, no hay otra forma de vivir. Pero pretender erigirse en árbitros del buen gusto intelectual con tan ligero equipaje, confundiendo sistemáticamente el estatus social y el estatus epistemológico de opinadores y opiniones, es una operación aventurada. Más aún cuando, como viene siendo el caso en España estos dos meses, tu salida cuando te pillan con los pantalones bajados es levantar la voz, redoblar la apuesta y sacar más deditos.
Al margen de estos entretenimientos y estas peleítas por ocupar lugares al sol de la opinión pública de pago, queda quizás por hacer una reflexión sobre el espacio que concedemos -o que concede el ogro- al criterio y la intuición individuales. Sin ser yo puramente hayekiano, igual hay que recuperar algunas ideas sobre el mérito de los enfoques impersonales y de la experimentación con conductas y hábitos no programados desde arriba. Especialmente cuando los de arriba, como es el caso ahora, se están luciendo.