Vuelven los museos
«Cuando el portón del Prado se abra dejaremos atrás la virtualidad para volver a respirar entre los grandes pinceles de la historia»
Corría noviembre del año 36, las tropas nacionales pisaban las tierras arenosas del Manzanares al este, y la caída de Madrid parecía inminente. Dentro se había creado ya en julio la Junta de Incautación y Protección del Patrimonio Artístico. En ella, nombres ilustres como Buero Vallejo o Lafuente Ferrari intentaban salvaguardar, no sólo de las bombas franquistas, también del anticlericalismo republicano, el tesoro que entre las murallas simbólicas de la ciudad se hallaba. Cuando la guerra comenzó a estirarse, y el fin del conflicto se difuminó en las mentes de la resistencia madrileña, el gobierno tomó la decisión de sacar los cuadros del contexto de aquella barbarie. Estos fueron sometidos a una odisea sin precedentes: de Madrid a Ginebra, sede de la Sociedad de Naciones, pasando por Valencia, Cataluña y Francia. Con la misma preocupación con la que el bando republicano había refugiado el tesoro, los nacionales, con la guerra ya decantada, lo trajeron de vuelta en un convoy a oscuras, intentando pasar desapercibido bajo el bombardeo alemán en Francia. Reabrió sus puertas, y allí el mundo seguía siendo el mismo: la luz de Velázquez, la fantasía de El Bosco, la dulzura de Murillo o la sombra de Goya. Como si afuera no esperara una ciudad con más de un millón de cadáveres.
Permitan que enfoque esta columna desde esa suerte de idealismo ingenuo, pero también desde la parte de necesidad que hay en esta metáfora: entre los muros del arte, la discordia y la tragedia no tienen cabida. Tampoco el drama de una pandemia que nos deja débiles y polarizados. Decía Henry James que en los museos somos radicales y conservadores alternativamente, en función de cada paso que demos, en función de la ventana a la cultura frente a la que coloquemos nuestros pies. El arte nos enfrenta a nuestros propios dogmas, arroja preguntas, provoca dudas. Condición necesaria en una época en la que se nos obliga a abrazar una causa u otra, sin grises; en la que se justifica poner en peligro la salud pública en favor de una ideología; en la que la responsabilidad de un gobierno, da igual si en el Estado, en la autonomía, en el pueblo o en la comunidad de vecinos, depende no tanto de los hechos como del abrazo previo a unas siglas.
Abren sus puertas los museos, tras haber intentado capear estos meses con esfuerzos ímprobos: paseos virtuales, interacción en las redes, actividades en línea, charlas, reportajes, investigaciones… Se agradece, pero cuando, por ejemplo, el portón del Prado se abra cada día desde este pasado 6 de junio y veamos la nueva disposición que han elegido, con una concentración histórica, Durero, Rubens, Tiziano, Caravaggio, Las Lanzas, El caballero de la Mano en el Pecho, La inmaculada Concepción, etc., dejaremos atrás la virtualidad para volver a respirar entre los grandes pinceles de la historia. Vuelven los museos, y con ellos la conciencia colectiva, un modo de pensar y de vivir, que diría Kundera. Un terreno propio, libre, soberano. Ajeno a las guerras, a las pandemias y al desastre. La saludable normalidad.