Historia apócrifa de las terrazas
«Aquellos cafés históricos de la capital francesa, siguen encarnando lo que el poeta Léon-Paul Fargue describió en su día como academias de acera»
Cuando vivía en París, hace algunos años, veía cada día desde mi ventana la terraza de Au Sauvignon, en el cruce de la rue des Saint-Pères y la de Sèvres. De la mañana a la noche, hiciera frío o calor, sus mesas exteriores estaban siempre llenas, como si los turistas y residentes del sixième arrondissement no tuvieran mejor cosa que hacer que sentarse en esas sillas de mimbre apretadas a ver la vida pasar.
Au Sauvignon es un bistrot como tantos otros de la rive gauche parisina. Ocupa un espacio pequeño, con las paredes forradas de postales y retratos de famosos, en el que ofrecen sencillas ensaladas y platos del día, vinos regulones del Loira o el Beaujolais y unas tostadas con charcutería de Auvergne y pepinillos sobre hogaza de Poilâne, que es la panadería distinguida del barrio. En el aspecto culinario no destaca especialmente, salvo porque sirve uno de los mejores cafés de la zona, acompañado de una galleta sablée en forma de cucharilla (también de Poilâne), que los parroquianos suelen mojar en la taza e ir mordisqueando a medida que disfrutan del rico moka.
Su principal atractivo está en su capacidad para expandirse fuera del edificio, desplegando el amplio toldo y convirtiendo la fachada acristalada en paravientos laterales, para habilitar un espacio exterior suplementario que incluso aparece indicado en Google Maps. Añadan a eso la colocación –debidamente autorizada– de numerosas sillas extras en el contorno de tan curioso invernadero y calculen (al alza) la facturación que realiza cada noche la feliz propietaria de este negocio fundado por sus progenitores hace más de medio siglo.
Por aquel 1954, Sevrès-Babylone era una zona residencial burguesa tirando a anodina. Pero, tres décadas después, Bernard Arnault adquirió la firma Christian Dior y en el paquete accionarial iba incluido el Bon Marché, pionero de los grandes almacenes continentales al cual dedicó una novela (El paraíso de las damas, 1883) el mismísimo Émile Zola dentro de su celebrada serie narrativa sobre los Rougon-Macquart. Así que el magnate de la moda puso su mayor empeño en revitalizar este símbolo del comercio decimonónico y, con la llegada posterior de todas las grandes maisons del prêt-à-porter, el distrito terminó convirtiéndose en zona de peregrinación para fashion-victims.
Entretanto, Au Sauvignon duplicaba y triplicaba su caja sirviendo agua mineral a 5 € a los viandantes incautos, que hoy como ayer pagan felices l’adition, conscientes de ocupar un mirador privilegiado con vistas a la antigua piscina Lutetia: ese monumento art-decó de 1.500 metros cuadrados reconvertido en 2010 en concept-store de la marca Hermès. Y ahí está el quid de la irresistible atracción (visual) de las terrazas en la ciudad del Sena. Como diría Roland Barthes, el placer de mirar y dejarse ver.
Si alguien sabe del tema, son los parisinos. Después de todo, fueron ellos quienes inventaron el moderno concepto de terraza urbana durante la Belle Époque, al tiempo que aparecían los grandes bulevares, los cabarés, brasseries y cafés. ¡Qué tiempos aquellos! Tras el fin de la guerra franco-prusiana, Europa vivió un inusitado periodo de paz y progreso social y técnico que coincidió con la segunda revolución industrial y la difusión de nuevas ideas y tendencias: positivismo, cientifismo, colonialismo, orientalismo, impresionismo, simbolismo, psicoanálisis, devoción por los inventos, los deportes, la moda…
Poco antes de que Gustave Eiffel rompiera moldes con su torre en la Exposición Universal de 1889, la rive gauche se había transformado en cuartel general de la intelectualidad parisina, contando con residentes ilustres como Balzac, George Sand, Manet, Ingres o Delacroix. Abrían nuevos teatros como el Récamier o el Vieux-Colombier. Y venían a instalarse en las cercanías prestigiosas editoriales como Grasset, Gallimard o Le Seuil.
De repente, el área entre Saint-Germain y Montparnasse era lo más cool y aparecieron Les Deux Magots, el Café Flore o La Closerie des Lilas con sus bulliciosas terrazas rebosantes de tertulias literarias, filosóficas o artísticas. Pronto llegarían al barrio Simone de Beauvoir, Sartre, Apollinaire, Breton, Aragon, Malraux…
Aquellos cafés históricos de la capital francesa, con sus imprescindibles sillas de mimbre de la Maison Drucker o la Maison Gatti –¡rechace imitaciones!—, siguen encarnando lo que el poeta Léon-Paul Fargue describió en su día como «academias de acera»: espacios destinados a socializar, pero que permiten también la introspección y la respetuosa (por distante) observación.
Como cuenta la historiadora y arquitecta Joanne Vadja en su libro Paris Ville Lumière (Ed. L’Harlatan, 2015), sobre las transformaciones urbanas y sociales entre el Segundo Imperio y la Segunda Guerra Mundial, “la Belle Époque ofrece a los parisinos un mundo idealizado, lleno de inventos y nuevas ideas”. “Las bicicletas salen a la calle –prosigue–, igual que los fotógrafos, ávidos de dar testimonio de su tiempo. Y para contemplar esa sociedad cambiante, ¿qué mejor puesto de vigía que estos espacios abiertos pero protegidos? Las terrazas son ese lugar privilegiado, a medio camino entre dos ambientes similares pero diferentes: el de la calle, activo, en movimiento, y el del café, pasivo».
¿Cómo llegó a Madrid este fenómeno tan parisien? Según la hemeroteca de la revista Blanco y Negro, fundada en 1891 por Torcuato Luca de Tena, fue culpa de un ciudadano del Hexágono que vino a refugiarse a la Villa y Corte en 1971 tras la caída de la Comuna de París. Y el exiliado insurrecto halló en el Pasaje de Matheu el lugar idóneo para fundar el Café de Francia, con su barra de zinc, mesa de billar y una terraza exterior que causó las mofas del vecindario porque, ¿quién iba a querer sentarse a consumir algo en plena vía pública, a la vista de cualquiera?
Poco tiempo después, otro francés –este, conservador y monárquico– vino a instalarse en el mismo callejón situado entre las calles de Espoz y Mina y de la Victoria, para crear a pocos metros el Café de París, que con su inevitable terraza se disputaría con su vecino los favores de los expatriados galos presentes en el Foro. Al parecer, cada noche del 14 de julio, durante varios lustros, se cantaba aquí La Marsellesa para celebrar la fiesta nacional y la toma de la Bastilla. Lo que estuvo en el origen del cierre cautelar de ambos locales por orden de la autoridad…
Hoy, el pasaje acoge mesones de paellas y tapas typical spanish para turistas desprevenidos, mientras que la costumbre de las terrazas se ha mantenido entre nosotros extendiéndose con inusitado vigor. Y más en estos tiempos de incierta desescalada.
Como en el cuento de la cigüeña, que nos leían de niños, ahora resulta que las terrazas vienen de París…