Succisa virescit
«No podrán amputar a Colón si antes no le arrancan al continente la fe, el idioma, la cultura, las fundaciones y la historia ya del todo»
Mi optimismo inoxidable me hace contemplar los abusos absurdos a las estatuas con bastante retranca. Podría dedicar mi artículo al admirable Winston Churchill o al amado Indro Montanelli, pero, como también han derribado estatuas de Cristóbal Colón y aquí Ada Colau y Teresa Rodríguez se apuntan a la última moda, vamos a centrarnos en el caso de nuestro alto Almirante de la Mar Océana.
Entiéndaseme bien el optimismo. Yo estoy ceñudamente en contra del acoso y derribo analfabeto de esas estatuas; pero, entre otras razones de más enjundia, también porque me da muchísima risa el esfuerzo inútil, el griterío sordo y las coces contra el aguijón.
Algo análogo (a más pequeña escala, con perdón) podría decirse Churchill o de Montanelli, aunque con Colón se ve aún más claro. Derriban su estatua, pero no van a poder arrancar sus raíces en la historia. De modo que, como dice la máxima latina que regocija mi optimismo: «Succisa virescit», o sea, que tras la poda, crecerá aún con más vigor. El abad de Montecassino estaba en el secreto cuando, tras el bombardeo que devastó el venerable monasterio, musitó un fértil «Succisa virescit».
A Colón lo echarán por tierra, pero su legado está arraigado en esa tierra muy profundamente. Se le podrían aplicar a América los versos de Garcilaso de la Vega: «no me podrán quitar el dolorido / sentir si ya del todo /primero no me quitan el sentido». No podrán amputar a Colón si antes no le arrancan al continente la fe, el idioma, la cultura, las fundaciones y la historia ya del todo. Las raíces colombinas no tardarán en rebrotar incluso en los debidos homenajes al Descubridor porque cada vez que se reza o se habla en español o late un corazón mestizo, ya hay un monumento implícito más grande que cualquiera de piedra o bronce.
Por supuesto, lo que desean tirando las estatuas —soy optimista, pero no ciego— es arrancar esas raíces. No son sus intenciones lo que fundamenta mi optimismo, sino que no se pueden arrancar sin causar un destrozo inasumible y una radical contradicción de dimensiones continentales. Además, en el jaleo, los pueblos terminarán palpando la relación entre sus raíces más íntimas y la figura de Colón y muchos otros símbolos del pasado hispánico o ibérico, si contamos con Portugal, como hay que contar siempre. De modo que, a medio plazo, a poco que se explique bien, será fácil que se produzca un efecto rebote o, mejor dicho, rebrote.
¿No se corre el riesgo, sin embargo, de que la poda sea tan salvaje que convierta aquello en un desierto? Se corre, pero entonces esto no sería más que adelantar algo el reloj. Si no resurgen con fuerza las estatuas es que las raíces ya se habían podrido y era apenas cuestión de tiempo que cayesen en el olvido o en la indiferencia.
No parece —también mi optimismo reverdece— que vaya a ser el caso. Todo este meneo histriónico a las estatuas demuestra que molestan muchísimo (lo que es una prueba de vida) y, encima, debe de haber despertado sentimientos dormidos e inteligencias entretenidas, como este mismo artículo, humildemente, que no se habría escrito en circunstancias normales. Una buena poda incita a la planta a venirse arriba.
Ya nadie duda de que no son unos disturbios callejeros sin más, sino que tratan de dar un revolcón a la historia y a la civilización. O para ser más exactos a nuestra historia y a nuestra civilización. Colón no es una figura de plomo arrumbada en un rincón de una plaza, sino un baluarte clave de la lucha política occidental de hoy mismo, quién lo diría. Ese es el homenaje que le rinden en las estatuas que tiran o vandalizan. El nuestro es más bonito: defenderlas.