Casi 100 días después
«Hemos experimentado eso que suele decirse sobre la fragilidad de lo que tenemos, desde el amor de nuestros hijos a la democracia o las comunicaciones»
El fin del estado de alarma ha coincidido con la entrada del verano. Desde el comienzo se creyó que el calor ayudaría en la contención del virus, aunque las cifras en América del Sur parecen un contraargumento poderoso. Nada se sabe con seguridad sobre la naturaleza y comportamiento del virus, los síntomas cambian, hay rebrotes en Pekín, en Alemania y Suecia. Nosotros creemos haber pasado lo peor, pero salimos a la calle sin ninguna sensación de victoria, a pesar de las publicidades en las marquesinas. En parte porque no hemos ganado nada, en parte porque resulta doloroso pensar en todo lo que hemos perdido, en las víctimas mortales de la COVID-19[contexto id=»460724″], pero también en los de las dolencias que no pudieron ser atendidas porque la Sanidad estaba saturada y no llegaba a todo o los pacientes que no acudían a urgencias cuando lo necesitaban por una mezcla de miedo e incertidumbre.
Durante estos casi 100 días eso es lo que se ha ido adueñando de nuestras vidas: no saber qué iba a pasar, la sensación de haber perdido completamente el control. Así se explican algunas decisiones, los que dejan la ciudad para irse al campo, por ejemplo; las mudanzas en Madrid se han disparado: se busca casa con jardín, se busca terraza, por lo que pueda pasar. También se busca cambiar de escenario.
Ahora ya sabemos que no solo no salimos más fuertes, tampoco salimos mejores, como se empeñaban en repetir desde la cursilería chic, en todo caso salimos con las costuras más a la vista, con los defectos enseñados y las medidas tomadas. Pero lo olvidaremos para sobrevivir. Algunas cosas tienen que quedarse, al menos hasta que haya vacuna: la mascarilla, el gel desinfectante en el bolsillo y a la entrada de los establecimientos, la desinfección de la compra y el calzado en la entrada de las casas. El saludo en la distancia, no tocarnos con desconocidos. No dar dos besos. No dar la mano. Aprender a sonreír con mascarilla y que se note. Guardar filas a distancia.
Hemos experimentado eso que suele decirse sobre la fragilidad de lo que tenemos, desde el amor de nuestros hijos a la democracia o las comunicaciones, ahora lo sabemos: no es un recurso literario de ensayistas y novelistas. Lo que no sé es cuánto tiempo lo recordaremos.