Fumaroli: un europeo universal
«Porque al final la idea clave en Fumaroli era la confianza en la humanidad: creer, en definitiva, que somos capaces de mucho más»
Formado en una época en donde la escuela republicana todavía transmitía el brillo de la alta cultura europea, Marc Fumaroli (1932-2020) fue uno de los últimos representantes de los valores de una Francia burguesa que hizo de la conversación erudita y de la alta literatura el sello civilizatorio por excelencia. Borges observó que, si Inglaterra es una escritura, Francia compendia en sí toda una biblioteca con su complejo catálogo de tradiciones literarias: de Montaigne a Ronsard, de Proust a Baudelaire, de Léon Bloy a Paul Verlaine. Hablo también de un mundo burgués, porque los libros de Marc Fumaroli, tan siglo XVII, son deudores de una luz muy peculiar, intrínsecamente occidental, que remite a la excelencia de una aristocracia ahormada por los hábitos industriales, y por tanto conservadores, de la gran ciudad. Esa luz burguesa, recogida en el salón del hogar –levemente severo pero refinado y sensual, con sus libros de lomo dorado, su gabinete de curiosidades y un acompañamiento de música de cámara– refleja uno de los logros más señeros de la modernidad, un auténtico paisaje intelectual que forma ya parte irremediablemente del pasado.
Fumaroli era esa Europa, aunque matizada por el acento particular de Francia, más geométrico que romántico, distinto al tono inglés de una conversation piece, al contrarreformismo español o a la rígida eficiencia luterana de los alemanes. La Europa de Fumaroli era –diríamos– la de un cosmopolita, hijo en su literalidad del Siglo de las Luces, rabiosamente antinacionalista como no podía ser de otro modo, aunque no antipatriota y consciente de la radical condición filial del ser humano: todos somos hijos de alguna tradición. La suya bebía del XVII y del XVIII y se había construido en diálogo con sus grandes hombres. Escribió sobre Pascal, Chateaubriand, Poussin, Richelieu o Montaigne. Sabía que el ingenio es uno de los rostros de la diplomacia y que Occidente –su alma, su aliento– es en primer lugar un abecedario. Frente al prestigio actual del conservadurismo –ese instinto prudencial sobre la fragilidad de los pueblos–, Fumaroli se declaraba reaccionario, no por antimodernista (¿cómo va a ser antimoderno un hijo de la Ilustración?), sino como respuesta a esa falsa modernidad que confunde el espectáculo y la propaganda con la auténtica cultura. Dicho de otro modo, Fumaroli era alguien que, ateo o no, se negaba a ser un nihilista. Lo cuál, paradójicamente, lo convirtió en un provocador.
En efecto, muchos de sus libros se leyeron como provocaciones. El Estado cultural fue uno de ellos; París – Nueva York – París, otro. Se trataba de ensayos vigorosos en donde criticaba el papel intervencionista de los gobiernos en la cultura o en donde desnudaba la impostura del arte contemporáneo. Había algo profético en esa voz que apelaba directamente al hombre enamorado de la belleza en su sentido más clásico y, por tanto, más humano. Porque al final la idea clave en Fumaroli era la confianza en la humanidad: creer, en definitiva, que somos capaces de mucho más y que, si nuestras raíces se hunden en tierra fértil, nuestras ramas se dirigen hacia el sol. Interrogado en una ocasión por La Vanguardia acerca de su libro sobre Baltasar Gracián, afirmó que lo que le interesaba de los jesuitas –y Gracián lo fue– era que habían tomado partido “por el progreso humano y por la confianza en la naturaleza humana, vinculada a la gracia divina”. Estas palabras resumen el pensamiento último de nuestro autor. Permanecerán sus grandes libros, títulos como La república de las letras o Las abejas y las arañas. La Querella de los Antiguos y los Modernos. Y permanecerá también su denuncia contra un mundo que ha renunciado a sus clásicos en su afán de pensar sólo el futuro.