El hombre del traje gris
«El futuro inmediato del país dependió en buena parte de la inteligencia en la gestión que asumió un Ministerio de Sanidad vaciado de competencias y que recuperaba un poder que no tenía capacidad para dirigir»
“Como siempre, todo dependerá de cómo se desempeñe en la nueva responsabilidad que acaba de aceptar en el nuevo gobierno”. Así terminaba el retrato de Salvador Illa que escribió Joan Rodríguez Teruel, el mejor que he leído, y que apareció en el número de abril de la revista política&prosa. Cuando el politólogo Rodríguez Teruel trazó en catalán ese completo perfil del político Illa -su principal capital, razonó, era la profesionalidad- naturalmente no imaginaba la crisis sanitaria que se nos vendría encima. Por entonces parecía que el desafío que le tocaría sobrellevar al Ministro iba a ser su función como fajador del PSC en el ejecutivo Sánchez y en relación con la dichosa carpeta catalana durante otra legislatura tensa. Illa, sin llamar la atención y caracterizado siempre como el hombre del traje gris, había estado primero en la cocina del acuerdo con ERC que posibilitó la investidura y después fue elegido como uno de los miembros de la Mesa de Diálogo para sentarse en el lado del equipo negociador de La Moncloa.
Pero el virus[contexto id=»460724″] llegó a España, se nos descontroló y de repente el futuro inmediato del país dependió en buena parte de la inteligencia en la gestión que asumió un Ministerio de Sanidad vaciado de competencias y que recuperaba un poder que no tenía capacidad para dirigir.
Cuando llegue el momento de evaluar las decisiones que se tomaron durante las semanas previas al desbordamiento y durante sus semanas críticas, será la hora de determinar cuál fue el nivel de acierto gubernamental y cuál fue su nivel de error en función de los recursos y la información de la que se disponía entonces. No tanto para pasar cuentas, que será inevitable, sino para mejorar la capacidad de respuesta de nuestro sistema de salud ante amenazas como la que hemos padecido. Pero deberá evaluarse también otro factor, atendiendo al grado de lealtad demostrado por nuestros representantes para con las instituciones en ese momento crítico para el que nadie estaba preparado. Esa evaluación será también un buen indicio del estado de salud de nuestro sistema democrático. En esta dimensión el Ministro Illa parece haber actuado siguiendo las maneras del clásico desconocido que lo introdujo en la política hace ya más de treinta años. En ese perfil biográfico Rodríguez Teruel subrayó la influencia que sobre él ejerció Romà Planas: un niño crecido en el exilio -su padre había ostentado cargos de responsabilidad en la Generalitat republicana-, militante del socialismo democrático y catalanista en París y que maduró su carácter cívico bajo el magisterio de Josep Tarradellas.
De esa tradición, del contacto con Planas en un ayuntamiento mediano, ¿qué legado ha asumido Illa? “Una concepción institucional de la actividad pública, en la que el comportamiento de los individuos es la primera exigencia de su condición ideológica, y en la que no están admitidas ni el ridículo ni la vulgaridad”. Algunas de las intervenciones del ministro de las últimas semanas, en el Parlamento y en el Senado, han sido la concreción exacta de dicha concepción republicana en el ejercicio de gobernar. Actuar de ese modo, en medio de tanto griterío y tanta demagogia, ha sido como un bálsamo de honestidad en tiempos de cutrefacción polarizadora. Es verdad que Illa ha seguido vistiendo su traje gris durante estos meses, pero es que no debería haber mejor mono de trabajo: el de un profesional que, en los peores momentos, demostró estar preparado para ejercer el oficio de político.