Como ladrón en la noche
«Quien, valiéndose de una educación sentimental forjada en Disneylandia, celebra el hundimiento de las estatuas que le incomodan, olvida algo que desde Heráclito es bien sabido: que la vida es conflicto»
Afirma el mito de nuestro tiempo que el conflicto puede ser abolido. Quien se lamenta de que en política haya fragmentación, discordia y desunión omite que la “guerra de dioses”, Weber dixit, es precisamente eso. Quien, valiéndose de una educación sentimental forjada en Disneylandia, celebra el hundimiento de las estatuas que le incomodan, olvida algo que desde Heráclito es bien sabido: que la vida es conflicto. Siempre va a haber sinsabores, pegas y vecinos tontos, porque siempre nos falta algo. Uno solo está bien constituido al verse “entregado a la realidad sin remisión”, en expresión de Agustín García Calvo, bajo una lápida con dos fechas entre las cuales relumbra un guion, que es la vida.
Varias novelas de Graham Greene parten del mismo conflicto: la dificultad de ser católico en un mundo como éste. El cura borrachín de El poder y la gloria se apiada de los pobres desgraciados que piden perdón por aquellos pecadillos que, después de horas doblando el lomo a pleno sol, constituyen su única alegría. Al confesar a un indiano desdentado, el “padre whisky” advierte de la desmesurada importancia que este se confiere a sí mismo. En un mundo repleto de iniquidades, ¿quién repararía en un ejemplar tan insignificante? En El final del affaire la cuestión no es si Dios existe, sino si conviene que exista. Por eso Sara desearía, con razón, que su amado Bendrix hubiese muerto en el bombardeo; porque, si la intercesión divina lo ha salvado, en lo sucesivo ella no podrá seguir viviendo como si nada. Leyendo a Greene uno intuye que el catolicismo no es cosa de capillitas y cayetanos, y que la nietzcheana moral de esclavos, medrosos y uncidos a su propio yugo, es en realidad una moral de amos, firmes y vigorosos, capaces de aceptar sin titubeos la llegada extemporánea de un ladrón en plena noche.
El revés de la trama (Libros del asteroide) va más lejos, al mostrar que solo la persona de buena voluntad es capaz de condenarse a sabiendas. Pocas novelas han tratado mejor el deber y la culpa. Esta es, a mi juicio, la mejor de Greene. Pueden ponérsele unos cuantos peros, ora por motivos éticos (la mirada colonialista, la velada misoginia) ora por motivos técnicos (la unidimensionalidad de algunos personajes), pero el estudio psicológico de su protagonista, el comandante Scobie, hace de ella una obra sin parangón en la literatura del siglo XX. Sorprende que un autor correcto, dicho para bien y para mal, al que su escasa ambición condenó en tantas ocasiones a volar a ras de suelo, fuese capaz de avizorar las profundidades del alma humana con tal clarividencia.
San Agustín decía que el buen cristiano debía amar al summum bonum por encima de todo. Por eso el conflicto de Scobie parece insoluble. La pesada cruz con la que carga -la obligación de hacer feliz a su mujer tras la muerte de su hija- es la que lo mueve al pecado. Con todo, El revés de la trama es más que una novela religiosa. Como se dice al final de la misma, ninguna iglesia puede conocer el intrincado funcionamiento del corazón humano. Cuando Scobie advierte que no es la belleza lo que amamos, sino el fracaso del cuerpo, uno recuerda el lado deforme de la cara de Smythe en El final del affaire. También algo que decía el “padre whisky”: es demasiado fácil morir por lo hermoso y lo bueno. ¿Será verdad que a Dios solo se llega por el dolor?
Por cierto, El revés de la trama es la novela favorita de Michael, uno de los protagonistas de la divertidísima Almas y cuerpos, de David Lodge (Impedimenta). Esta se ubica en los años del Concilio Vaticano II, de manera que no solo media un trecho de veinte años con la de Greene sino, también, una concepción muy distinta de la religión. Recomiendo alternar la lectura de ambas. Los jovencitos católicos de Almas y cuerpos no pueden estar más salidos y, aunque son conscientes del conflicto que invariablemente se les presenta, no se paran en barras (el título original era How far can you go?). El comandante Scobie pertenecía, sin embargo, a ese mundo preconciliar en que lo viejo no terminaba de morir y lo nuevo no terminaba de nacer. Por eso, entre otras cosas, una es comedia y otra, tragedia. Pero el conflicto nunca desaparece.