Vente a Alemania, Pepe
«Se olvidan los grandes asuntos de la literatura y creemos hallar la panacea mirándonos el ombligo»
Los orientales saben que todo es circular y la veneración del progreso rectilíneo en la cultura occidental nos somete a distintos ritornelos que vivimos como si fueran una novedad. Si a esto añadimos el variado y reciente adanismo intelectual que inaugura cada campo que toca, la combinación de ambos elementos causa en algunos cierta extrañeza. Yo pertenezco a esos algunos.
Se ha extendido como el aceite en periódicos y revistas la expresión España vaciada. ¡Oh! Recuerdo que a mediados o finales de los 60 se extendió la de la España vacía y también hizo ruido. Si repasáramos hemerotecas de la época nos encontraríamos aquí y allá con pueblos abandonados y campos de labranza dejados a su suerte, caminos desiertos y crónicas de robos en parroquias cerradas. Entre ambas –la España vacía y la España vaciada– sólo media otra fiebre contemporánea: la ausencia de responsabilidad. La España vacía de los 60 la habían vaciado sus habitantes, refugiándose en las ciudades a la busca de progreso económico –Cuéntame sería su versión edulcorada– y emigrando del país para servir a los europeos reconstituidos con el Plan Marshall, ese que aquí estuvo de paso en una película de Berlanga. La España vaciada, en cambio, admite otro matiz: no somos nosotros sino que alguien –el famoso alguien de Gila– la ha vaciado como los extraterrestres succionan desde sus platillos volantes y así estamos ahora: deslumbrados intelectualmente por ella y muy ocupados con la novedad del descubrimiento: ¿cómo han sido capaces?
¿Quiénes? Los que la han vaciado, naturalmente, que no somos nosotros, sus apóstoles, urbanitas de tercera generación, como mínimo, que vamos a ponerle puertas al campo. Ensayos, reportajes y novelas –de rabiosa actualidad y a la caza de fortuna coyuntural– nos asedian y asaltan, mientras logran páginas de periódico y espacios televisivos y radiofónicos que destilan el descubrimiento de un Shangri-La de secano: aquí, en casa y nosotros sin enterarnos hasta ahora. Quizá deberíamos repoblar ese vacío para tener una vida más plena y feliz.
Pero, un momento: ¿he dicho hasta ahora? ¡Si ha estado siempre! Si precisamente uno de los rasgos más españoles que hay, desde la apoteosis del Barroco como arma de combate de la Contrarreforma, es la contemplación del vacío que vamos dejando y la posibilidad de reconstruirnos sobre ese vacío, llenándolo hasta decir basta. A partir del siglo XIX, sólo de palabras que son mejores, si están bien puestas, que los polígonos industriales: piensen en la Generación del 98, pero podríamos ir más atrás. Y también tuvimos, en los años 70 del siglo XX, nuestros hippies y comunas instaladas en pueblos abandonados y la creencia de que todo allí iba a funcionar mejor. En general acabó siendo un fracaso y la mayoría regresó a la ciudad. Ahora llenamos nuestro vacío con filosofías de andar por casa. De paso, se ha recuperado la palabra España sin connotaciones políticas, que ya es.
Pero que no nos vendan como nuevo lo que no lo es, porque forma parte de una tradición y no de un corte en seco. ¿Qué fue a buscar Camilo José Cela en su Viaje a La Alcarria? ¿Qué hacía Josep Pla en sus excursiones por España en autobús? ¿Y los reportajes de las revistas Destino, La Actualidad Española y La Gaceta Ilustrada de la época? ¿Qué hacía Buñuel en Las Hurdes durante la República? ¿Por dónde andaba el guardia Plinio, intentando resolver algún caso criminal? Y los libros de Miguel Delibes, ¿dónde transcurren en su mayoría? ¿Y gran parte de la obra de Jiménez Lozano? ¿Dónde se refugiaron García Calvo y sus amigos? ¿Y Rafael Sánchez-Ferlosio? Sólo una respuesta común: la España vacía o vaciada, como quieran. Por no hablar de los que a principios del XXI hicieron sus incursiones en lo mismo, con más naturalidad y mucho menos eco: se me ocurren ahora el periodista Alfonso Armada o el escritor Jesús del Campo, que en su Castilla y otras islas supo llenar fragmentos de esa España vacía con un aire a Chatwin y su Patagonia.
Nihil novum sub sole, ya lo sabemos. Por eso es mucho más generoso –y por tanto, enriquecedor– saberse en una tradición y decirlo, que descubrirnos América cada vez que nos aburrimos o no sabemos qué decir. Se olvidan los grandes asuntos de la literatura y creemos hallar la panacea mirándonos el ombligo, como si éste hubiera surgido por generación espontánea (o sea, nuestro particular talento individual).